El jardín de los suplicios puede tomarse como el delirio de una imaginación voluptuosamente sádica, con unas pinceladas de novela de aventuras; pero bajo esa apariencia que puede despistar al lector, se esconde una dura crítica a la sociedad de su tiempo que, sorprendentemente (o no), se parece mucho a la del nuestro.
Octave Mirbaeu se sirve de una trama que en principio puede parecer un ensueño libertino y decadente para tratar el tema de la corrupción política, de los excesos del colonialismo o de la corrupción de los hombres de negocios que son el alma de la burguesía francesa. A través de su protagonista, el hombre que se mancha las manos para un respetable ministro francés, Mirbeau nos narra el juego sucio de la alta política: donde el dinero y las prebendas cierran bocas, donde las intrigas bullen para situarse un puesto por delante del rival y donde la vileza y la falta de integridad son las cualidades que aseguran el éxito.
Precisamente el protagonista es de aquellos que han dejado a un lado su probidad para lanzarse a una vida de engaños que debe proporcionarle una fortuna que, sin embargo, se muestra esquiva. Mirbeau nos muestra a un hombre que conoce la medida de su bajeza, pero para quien la infamia es su medio: ni sabe, ni quiere salir de ella. Pese a ello, es dolorosamente consciente de la suciedad del mundo en el que vive, donde las apariencias de eso que se ha dado en llamar civilización, apenas si logran tapar la inmundicia que segrega el alma humana.
Este protagonista anónimo, al que el escritor niega un nombre —tal vez para que nos represente a todos—, sale de Francia con destino a Ceilán encabezando una expedición científica, labor para la que no está cualificado y que debe a la generosidad de su amigo el ministro. Durante el viaje conoce a Clara, una sensual mujer que le abre la puerta de todos los placeres, y a la que el dolor ajeno provoca éxtasis eróticos.
De la mano de Clara viajará hasta China y conocerá un extraño y hermoso jardín, ubicado en el centro de un presidio, donde expertos verdugos se dedican a torturar y ejecutar a los condenados de todas las maneras imaginarias: masturbándolos hasta la muerte o haciéndoles sucumbir mediante el tañido de una campana. La muerte y el dolor, ocultos entre las flores y los estanques, crean un contraste que, si bien provoca raptos orgásmicos en Clara, son capaces de repugnar a ese hombre envilecido, capaz de cualquier villanía.
Y es que ese fantástico jardín que Mirbeau nos propone no es sino una metáfora de nuestra sociedad, en la que hermosos conceptos (felicidad, libertad, amor, democracia) ocultan o distraen nuestra atención de los sufrimientos que se esconden en ella, esos que todos vislumbramos entre la floresta, pero a los que preferimos no mirar. E incluso toleramos o alentamos esos sufrimientos, sabedores de que de ellos surge la hermosura del jardín, como si la sangre de quien los padece, avivara el color de nuestras rosas.
¡Ah, sí, el jardín de los suplicios!… Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, las religiones son las flores monstruosas de ese jardín y los horrendos instrumentos del eterno sufrimiento humano… Lo que hoy he visto, lo que he oído, existe y grita y aúlla más allá de este jardín, que para mí no es más que un símbolo, en toda la tierra… Por más que busque un alto en el crimen, un descanso en la muerte, no los encuentro en parte alguna…
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