Se podría decir que toda la esencia de la literatura de Pío Baroja se condensa en sus cuentos y tal vez estos sean una buena manera de realizar un primer acercamiento a la obra del autor. Sin embargo, a mi parecer carecen de la redondez de sus novelas, tal vez simplemente porque la prosa de Baroja se disfruta de tal manera, sus historias se desarrollan siempre con tal acierto y sencillez, que en las pocas líneas de un cuento el lector no tiene tiempo de saborear todo esto del todo a su gusto.
Los relatos que se reúnen en esta antología han sido tomados de varias otras y son un perfecto muestrario de los temas por los que Baroja mostró interés, así como de las maneras de las que se sirvió a lo largo de su quehacer literario. Sus cuentos recogen ese hondo pesimismo, esa falta de fe en el ser humano y esa sensación de que el hombre está abandonado a su propia suerte, sentimientos pesimistas que en Baroja se mezclan con el vigoroso pulso de la vida, que se obstina en latir a pesar de todo, y que el autor plasmó de manera perfecta sirviéndose de un contenido lirismo.
Así la melancolía anega las páginas de ‘Mari Belcha’, ‘Playa de otoño’ o ‘Águeda’, para cuyas tres protagonistas, mujeres de distintas edades, la felicidad parece algo que se ha ido para siempre o que ya no se va a conseguir, pese a lo cual no se puede evitar continuar esperándola. Igualmente en muchos de estos cuentos late la idea, que Baroja desarrollaría en algunas de sus novelas, del mundo como un lugar anegado por el irremediable dolor humano (‘Marichu’), donde en ocasiones las desgracias se suceden sin dar tregua (‘Hogar triste’) y donde Dios parece haberse olvidado del ser que creara a su imagen y semejanza (‘El amo de la jaula’).
En otros de los relatos como ‘Coles de cementerio’, ‘Lecochandegui, el jovial’ o ‘El charcutero’, aparece sin embargo el Baroja cuya prosa desprende vitalismo a raudales. En ellos la vida se pinta como un lienzo de vivos colores en el que, sin evitar los claroscuros consecuencia de la injusticia y la maldad, el hombre puede mostrarse como un ser capaz de hacer el bien y afrontar cada día con humor. Y a veces se le premia concediéndole lo que más anhela, como en ‘Elizabide el Vagabundo’.
Hay cabida también en esta antología para los cuentos de temas sobrenaturales, como los aquelarres de brujas de ‘La dama de Urtubi’, un cuento de estilo romántico muy conseguido, los fantasmas de ‘Médium’, o los duendes de ‘El trasgo’. En este último se esboza, en la conversación del médico con una mujer campesina, la lucha que aún se mantenía a principios del siglo pasado entre la ciencia y las creencias atávicas de la población, especialmente la rural, que continuaba creyendo en curanderas y ritos milagrosos. Ese atavismo se plasma con doloroso acierto en ‘La sima’, donde un grupo de campesinos se niegan a rescatar a un niño que ha caído en un pozo ante la creencia de que en la sima habita el diablo.
No podían faltar en esta antología varios cuentos que reflejan el ambiente de ese Madrid que también se recoge en la trilogía de La lucha por la vida y que en la mayoría de los casos refleja la vida de los parias de la sociedad quienes, desposeídos de todo, viven al margen de la sociedad como ‘La trapera’, ‘El vago’, ‘Caídos’ o el muy conmovedor ‘La sombra’.
Pero a pesar de esto el Baroja novelista siempre hará sombra al Baroja cuentista, pues si los temas y formas de los cuentos son embriones de los que se desarrollan en sus novelas, sucede que el estilo de los relatos se vuelve a veces pretenciosamente elaborado al servirse el autor de recursos que arrebatan frescura a una prosa cuyo mejor atributo es esa sencillez que la vuelve afilada y que por sí misma atrae.
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