Cada dÃa la Humanidad pierde, sólo por la tala directa, unos dos millones de árboles. Esto viene a significar que cada año desaparece el equivalente a un árbol por cada habitante del planeta.
Ante un panorama tan descorazonador, emociona la lectura de esta sencilla historia que Jean Giono escribió cuando, a mediados del pasado siglo, una editorial norteamericana le pidió que escribiese un relato breve acerca de un personaje real que fuese inolvidable.
Giono escribió entonces El hombre que plantaba árboles, texto que donó «a todo el mundo» tras ser rechazado por la editorial que le encargó la historia porque Elzéard Bouffier, el protagonista de la misma, no era un personaje real.
El hombre que plantaba árboles narra la historia de un pastor que, con su sola voluntad y esfuerzo, convierte una tierra desierta, abandonada, infértil, en un maravilloso vergel. Pero la moraleja sobre la capacidad humana para, con tesón, alcanzar cualquier objetivo que se plantee, no me conmueve tanto como la historia en sÃ.
El narrador nos cuenta como en 1913, en una excursión por la Provenza atravesó una zona árida en la que nada crecÃa y en la que era imposible encontrar agua. Pueblos abandonados mostraban que en la zona una vez vivieron hombres, pero de ellos ya sólo quedaban las ruinas de sus casas. En medio de esa desolación, el narrador encuentra un pastor con el que pasa un par de dÃas mientras le explica su principal ocupación: plantar árboles.
Cada dÃa prepara y planta bellotas de robles en la inmensidad desierta de las montañas que le rodean. Ha preparado igualmente un vivero de hayas y piensa preparar abedules para sembrar en los valles, donde el agua debiera ser superficial.
El pastor ignora quién era el dueño de las tierras que plantaba, si es que lo tienen, pero comprende que aquellas tierras se mueren por la falta de árboles. Generosamente, dedica sus esfuerzos a devolverlas a la vida.
Después de la I Guerra Mundial el narrador volvió por aquellos lugares. Lo que vio le dejó sorprendido. La lenta labor del pastor comenzaba a dar sus frutos y hermosos árboles jóvenes, llenos de vigor, se extendÃan por lo que antes era un yermo desolado. Las hayas, los robles y los abedules que cubrÃan ahora la tierra hicieron comprender al narrador que la dedicación de aquel hombre nada tenÃa que ver con una excéntrica afición, como el coleccionar sellos.
El narrador aún regresó una tercera vez a la zona, al acabar la II Guerra Mundial, y en el lugar de la tierra desierta que conoció en su primera visita pudo encontrar un extenso bosque que habÃa llamado a la vida a su alrededor. Gracias a los árboles los acuÃferos se rellenaron y los manantiales volvieron a fluir. Cuando el agua corrió, volvieron los hombres y recuperaron las tierras de labor, los huertos, las praderÃas, los jardines… ignorantes de que toda aquella abundancia la debÃan a la labor callada de un hombre que, amando la tierra, supo devolverla a la vida.
Los árboles renuevan el aire, el agua y el suelo de las zonas donde viven y son tesoros de biodiversidad en sà mismos. Un suelo sin árboles es el principio de un desierto. Pero todos, en mayor o menos medida, podemos emular a Elzéard Bouffier y contribuir a frenar la desertización. Seamos generosos.
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MagnÃfico «librito» de Giono del que existen un par de ediciones muy bonitas e ilustradas de la editorial mallorquina José J. de Olañeta. Además hay un corto de animación que es una joyita y que se puede encontrar buceando en internet.
Es un libro estupendo. Un cuento muy hermoso y muy bien ilustrado.