El regreso – Joseph Conrad

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El regreso - Joseph ConradParece mentira que una novela corta (o relato largo, como prefieran) pueda contener una historia tan real, tan cruda y tan bellamente expuesta. Que Joseph Conrad es un magnífico escritor ya se ha comentado aquí, pero que su capacidad de expresar con palabras la enormidad de determinados sentimientos humanos sea tan perfecta, es algo asombroso.

«El regreso» es, en ese sentido, una pequeña obra maestra, que casi parece una obra teatral (no en vano se ha trasladado al cine) si no fuera porque el diálogo de los dos únicos personajes funciona mejor con sus silencios que con sus palabras. La historia se construye en torno a un hecho anecdótico: Alvan Hervey vuelve a su hogar y encuentra una carta de su mujer en la que le confiesa que se ha fugado con su amante, un amigo de ambos; cuando Alvan comienza a encajar la noticia, su mujer reaparece, argumentando que no ha sido capaz de cometer un acto tan vil. A partir de ahí, un enfrentamiento entre ambos desembocará en un curioso intercambio de pareceres y en un final certero e imprevisible. Todo ello, eso sí, desde el punto de vista de Alvan, pues el narrador de la historia apenas presta atención a los pensamientos de la mujer, a la que ni siquiera se cita por su nombre, en una pirueta narrativa que la sustrae de las emociones implícitas en el relato.

Decía antes que «El regreso» es una obra maestra porque nos enfrenta con varias convenciones sociales que damos por asumidas (y hablo de una obra escrita a finales del siglo XIX) y con algunos miedos ante otras convenciones, personales y privadas, que también tomamos como inevitables y que tal vez no lo sean tanto. Y en ese enfrentamiento Alvan sufre una conmoción total, que le hace replantearse no sólo sus sentimientos hacia su mujer (prácticamente inexistentes, por otra parte), sino toda su concepción vital.

En la vida hay sucesos, contactos, vislumbres que parecen poner fin brutalmente al pasado entero. Se produce un choque sonoro, como una puerta cerrándose a nuestras espaldas por la pérfida mano del destino. ¡Necios o sabios, id en busca de otro Edén! Tras un instante de consternación muda, ha de reiniciarse el peregrinaje, el doloroso esclarecimiento de los enigmas, la febril búsqueda de las ilusiones, la recogida de una nueva cosecha de mentiras con el sudor de la frente, todo ello para hacer posible la vida, para hacerla soportable, amable, con el fin de legar intacta a una nueva generación de ciegos errantes la valiosa leyenda de un país insensible, de una tierra prometida, en donde florecen las flores y las bendiciones…

Lo más interesante del libro, y es donde mejor puede apreciarse la maestría de Conrad como narrador, es el cambio sutil que experimenta Alvan: de un enojo casi colérico, al descubrir la carta y constatar que su posición social se verá afectada, a un estado de duda absoluto; dudas acerca de su relación, del amor de su mujer, de su amor hacia ella y, al final de esa cadena de pensamiento, hasta de su propia concepción del amor. Y ése es el gran logro de la novela: la deriva de Alvan desde su visión del abandono como una afrenta a su posición, hasta llegar a comprender que la traición de su mujer ha dañado su particular visión del mundo y la sociedad; como él mismo piensa: «Entendió súbitamente que la moral no lleva a la dicha».

La escritura de Conrad configura el cambio del protagonista de una forma elegante y precisa, tanto a base del diálogo (casi monólogo, en realidad) como de los silencios que lo envuelven, en los que Alvan (bajo la pluma del autor) reflexiona de forma incesante sobre lo que le está ocurriendo. Pocas veces se habrá escrito acerca de los cambios que puede provocar el amor (y lo que le rodea: por ejemplo, los celos) con tanta belleza y con un reflejo tan fiel de la realidad, sin entrar en escenas sobrecargadas de sentimiento ni recurrir a una evolución brusca —cuando no directamente increíble— de un personaje.

Merece muy mucho la pena leer este relato; es muy raro que un escritor dote a sus creaciones de unos sentimientos tan reales que sea casi inevitable hacerlos propios e identificarse con ellos. Conrad lo hace, y lo hace de un modo magistral. Como pocos, de hecho.

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