El realismo, corriente literaria que imperó desde la segunda mitad del siglo XIX, ya estaba muerto (y enterrado por las vanguardias) cuando en 1951 Josep Pla publicaba La calle Estrecha. No obstante, en las «Cuatro palabras» que actúan como prefacio de la obra, el escritor catalán advierte que, para descansar de la actividad periodística, encontró divertido «utilizar la idea stendhaliana del espejo. Así es que hice pasar un espejo —mi modesto espejo— por una pequeña población del país».
El resultado es una obra sabrosa que concede al lector la posibilidad de conocer la vida y a algunos habitantes de un pequeño pueblo llamado Torrelles. Torrelles podría ser el trasunto de cualquier pueblo de España, y aunque muchos de los detalles que Pla anota con mimo se corresponden con la vida de hace sesenta o setenta años, la novela continúa siendo un buen ejemplo del ritmo distinto de una pequeña sociedad rural.
El eje de la novela es la calle Estrecha, a la que se muda el veterinario municipal, recién llegado de Barcelona. El veterinario actuará como narrador de los pequeños acontecimientos y las vidas de los demás habitantes de la calle y de la población. Personas modestas, de vidas sencillas, con inocentes excentricidades, pequeños dramas y tibias beatitudes. La vida, en fin.
La vida tal cual es, que Pla supo plasmar con acierto. Desde la galería de personajes (disculpen la frase hecha) a la voz que les concede: llana, vibrante, realista, dinámica —el román paladino de Gonzalo de Berceo—, que acaba por convertirse en una de las mejores razones para leer La calle Estrecha. Ese bien trabajado uso del habla popular se encarna con destreza en Francisqueta, la cocinera de nuestro narrador, que es además quien trae y lleva las noticias y escándalos del pueblo a casa del veterinario, gaceta humana con el buen juicio y el sentido práctico de Sancho Panza. Un personaje tan rotundo que en ocasiones parece amilanar al narrador e incluso llega a sustituirlo, siendo Francisqueta quien cuenta alguna de las historias más enjundiosas del villorrio.
La calle Estrecha, por su pretensión de convertirse en el espejo que refleja la vida de una calle, y a través de ella la de un pueblo entero e, incluso, un país entero, se configura a base de historias sueltas, anécdotas, semblanzas de personajes. No existe en esta novela un argumento definido ni un hilo conductor nítido, si exceptuamos las eventuales referencias del veterinario a su adaptación (o sus intentos de adaptación) a la vida del pueblo, y la historia de Montserrateta.
Montserrateta es una joven que ha «celebrado la Pascua antes de Ramos», como señala Francisqueta, eufemismo para señalar que ha mantenido relaciones prematrimoniales, y el desarrollo de esa pequeña tragicomedia mantiene ocupada la atención de los habitantes de Torrelles, atentos a su resolución.
La situación no solo sirve para hacer las delicias de la cocinera («En seguida me di cuenta de que estaba impregnada de aquella fosforescente luminosidad que tienen las personas presionadas por la necesidad de dar una noticia»), sino que además es la licencia que Josep Pla se toma para escapar de vez en cuando de la técnica stendhaliana que se ha impuesto. En el narrar en primera persona se intercalan capítulos esporádicos en tercera donde somos testigos de pequeñas escenas de la vida de una joven. Más tarde comprendemos que se trata de Montserrateta y que el autor fue incapaz de renunciar por completo a las nuevas técnicas narrativas que el siglo XX había desarrollado.
La calle Estrecha proporciona un buen ratito de lectura que no decepcionará a nadie.
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