La roja insignia del valor – Stephen Crane

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La roja insignia del valor - Stephen CraneLas historias de guerra parecen tocar casi siempre una fibra sensible en el lector, predisponiéndole para emocionarse y sufrir con las vicisitudes de lo narrado; algunas veces, esa cualidad no encubre el hecho de que la novela no tiene nada que aportar, como ocurría con «Las aventuras de Wesley Jackson«, ya comentada aquí. Otras, sin embargo, el libro incide en la pavorosa idea que uno puede formarse de la guerra, mostrando con horror y sinceridad la degradación humana a la que se llega; «La roja insignia del valor» es una de esas obras, aunque su visión de la guerra diste ya de nosotros más de un siglo.

Stephen Crane la escribió con apenas 24 años, sin haber sido testigo de la contienda en la que enmarca la historia (la Guerra Civil Estadounidense) y con nula experiencia como reportero de guerra; es decir, sin haber experimentado en sus propias carnes aquello sobre lo que escribe. Dato éste que no tendría mayor importancia —puesto que la labor de un escritor es la de imaginar, sin necesidad de haber sufrido en primera persona ningún tipo de experiencia previa— si no fuese porque la representación que Crane hace del campo de batalla y de la peripecia de Henry Fleming, el protagonista, es impresionante por su realismo.

El dolor de la guerra, su inconsecuencia, la incomprensión que puede generar, son plasmados por el autor con una plasticidad que subyuga desde el comienzo. Las descripciones del paisaje de los campos de batalla son muy hermosas, en clara consonancia con el lenguaje poético y vivaz (expresionista, dicen) que se emplea al narrar los combates.

El joven, veloz, corría en vanguardia con inconsciencia. La mirada fija todavía en el grupo de árboles. Alrededor de ese punto podía oírse el aullido tribal del enemigo. Las pequeñas llamaradas procedentes de los rifles salían desde allí. El cántico de las balas surcaba el aire y las granadas rugían entre las copas de los árboles. Una cayó directamente en medio de un grupo que avanzaba deprisa y estalló con furia carmesí. Casi en el mismo instante de la explosión, pudo verse la imagen de un hombre levantando las manos para protegerse los ojos.

La participación de los soldados en la guerra es tratada con nula solemnidad, haciendo hincapié en el hecho de que son meras comparsas en mitad de una vorágine (comparada en muchas ocasiones con una criatura viva y pulsátil) que no entienden y, por supuesto, son incapaces de controlar; es muy significativo el que los combatientes sean nombrados siempre con epítetos: «el soldado alto», «el soldado gritón», etc. Crane los desposee así de una personalidad única, haciéndolos formar parte de una multitud indistinta, apenas diferenciados por cualidades de escasa relevancia.

Por este motivo la desventura del joven protagonista no es ejemplificadora sino fútil, ya que su huida y posterior regreso al frente pierden todo valor ante la magnitud de lo que sucede. La peripecia individual se desvirtúa, no actúa como motor de acontecimientos, sino que se revela como un hecho más, otro hilo —minúsculo, ignorado— en el inmenso tapiz que es la guerra. Henry Fleming no es un protagonista; es el «joven soldado» al que se alude constantemente como pieza intercambiable, como un pequeño actante en esa trama que lucha por comprender.

Su crecimiento personal desde que se enfrenta por vez primera a sus miedos es visible, pero inútil. Henry pasa de una posición de ignorancia absoluta a otra de convicción febril, pero el espacio que media entre ambas no se llena de nada, no le sirve para acumular conocimientos, sino que le sume aún más (aunque él no sea consciente de ello al sentirse pleno de coraje tras su renacimiento guerrero) en la perplejidad de su absurdo papel. Henry cree haber madurado, haber pasado de ser un muchacho indeciso y cobarde a convertirse en un hombre, a comprender «que el mundo estaba hecho a su medida»; la ironía de Crane (al menos, así prefiere uno pensarlo) es que esa asunción de su hombría no es más que un rayo de sol dorado en mitad de una «legión de nubes plomizas cargadas de lluvia». Su aprendizaje guerrero sólo sirve como consuelo a nivel personal, ya que la guerra sigue siendo una fuerza imparable, destructora e incognoscible.

Y es que hay libros cuya temática trasciende el tiempo, si bien el estilo puede estar sujeto a variaciones según las modas y los gustos; en el caso de una novela como «La roja insignia del valor», esta afirmación incluso se hace más válida. Puede que no todos los lectores disfruten de ella en cuanto a la forma, pero cualquiera puede retener en su imaginación las imágenes que Crane dibuja tan sabiamente, con tanta belleza y violencia. Ciertos detalles no se pierden con el paso del tiempo.

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4 COMENTARIOS

  1. Estoy traduciendo a Crane para una editorial argentina. Siempre me impresionó este escritor como narrador. Por algo, Hemingway lo consideraba, junto a Sherwood Anderson, uno de sus padres literarios.
    También fue muy considerado por Joseph Conrad que lo cobijó en su casa en Inglaterra cuando Crane y su esposa llegaron a Europa.
    Crane ya estaba enfermo y prefirió buscar lugares más templados para su tisis.
    Lamentablemente, la muerte lo encontró en ese intento.
    Murió muy joven este escritor, pero si hubiese escrito tan solo «El Hotel Azul» ya podía ser considerado como uno de los grandes.

  2. He leído esta novela en una traducción española. Es espectacular. En cada página encontrarán belleza e inteligencia. Es una obra maestra. Es sorprendente que su autor la escribiera con 23 años pero quizá se explica por su genialidad. Genialidad que el propio crítico literario Alfred Kazin siempre tenía en cuenta para analisar a Crane.

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