Petersburgo – Andréi Biely

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Petersburgo, del ruso Andréi Biely, es una de las novelas cumbres del siglo XX: la expresión «obra maestra», tantas veces usada a la ligera, cobra verdadero sentido con novelas como esta. La obra de Biely es un claro ejemplo de cómo se puede producir una renovación formal en la literatura, sin descuidar la impecable calidad y sin abdicar de la responsabilidad de reflejar la realidad histórica del momento, con la que siempre está comprometida la mejor literatura.

La narración de Petersburgo transcurre en el lapso de unos pocos días, durante el mes de octubre del año de la Revolución rusa de 1905, preludio de la Revolución de 1917. En ella se desarrolla la intriga para atentar contra un senador zarista, en la que se ve mezclado su propio hijo, pero en la que las pasiones personales tienen mucha más fuerza que cualquier ideal revolucionario.

Petersburgo, como una elipse, tiene dos focos: la propia ciudad de San Petersburgo y la bomba con la que se debe cometer el atentado contra el senador Apolón Apolónovich Ableújov. Ambos focos actúan alternativamente como puntos atractores de los personajes que orbitan a su alrededor. La bomba, actuando como foco, da lugar a la elíptica de la intriga revolucionaria que recorre la ciudad; pero también a la historia del apasionamiento de Nikolái, el joven hijo del senador, por una mujer casada, o del enfrentamiento soterrado entre Ableújov padre y Ableújov hijo.

Por su parte, San Petersburgo actúa como foco de las reflexiones acerca del ser humano como ser sensible que sufre una ciudad. San Petersburgo, como trasunto de cualquier gran ciudad, es una enfermedad que sufren sus habitantes: es la soledad, la deshumanización del individuo fagocitado por la masa, que contamina su capacidad para ser independiente. Biely describe a los ciudadanos de Petersburgo como a un miriápodo que se pasea por las avenidas, insensible e indiferente.

Pues los personajes que Biely presenta son, absolutamente todos, antihéroes: débiles, agotados, en ellos la reflexión es un vicio que ha acabado por conducirlos al delirio o al caos. Los sueños de su razón han producido monstruos que los atormentan, o bien los ha convertido a ellos mismos en engendros morales o psicológicos de los que su conciencia trata de huir inútilmente.

No obstante, el fino humor de Biely impregna de ironía una obra de profunda hondura, creando un equilibrio entre lo terrible y lo cómico. Precisamente, el equilibrio es una pieza fundamental de la obra, que Biely consigue mediante la repetición de frases y párrafos (a veces con ligeros cambios en su composición), como si del estribillo de un poema se tratara. Porque, en el fondo, Peterburgo no es sino un enorme poema simbolista; juzguen ustedes:

A la ventana de su habitación se adherían los enjambres verdosos de las nieblas de octubre: y Aleksánder Ivánovich Dudkin sintió entonces el irreprimible deseo de que aquella niebla le atravesara también a él, que atravesara sus pensamientos para ahogar aquel parloteo estúpido que traqueteaba en su cerebro y apagar las llamaradas de sus delirios, que surgían como bolas de fuego (que luego explotaban); de ahogarlos y apagarlos con la gimnasia de sus piernas andarinas; tenía que andar, andar, andar otra vez; de una avenida a otra, de una calle a otra; andar hasta enmudecer por completo su cerebro; andar hasta derrumbarse en la mesa de cualquier taberna para quemar sus entrañas con vodka. Sólo con aquel vagabundeo sin rumbo por calles y retorcidos callejones, bajo las farolas, las cercas de madera y las chimeneas, podía ahogar los pensamientos que se pudrían en su cerebro.

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1 COMENTARIO

  1. La primera reacción ante esta obra es la de un asombro y una admiración increíble. Ninguna lectura que yo recuerde, a excepción de Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin, me ha dejado tan perplejo como la novela de Andréi Biely.

    ¿Cómo catalogar esta obra?: es tan distinta e innovadora que se me antoja pura y llanamente inclasificable.

    Su prosa, extraña y distinta sorprende a cada página con continuos experimentos lingüísticos; ora se hace oscura y opresiva como las calles por donde transitan sus personajes: «Las calles de Petersburgo tienen una propiedad indiscutible: transforman en sombras a los transeúntes», ora viva y ocurrente como en la conversación tabernaria de «Una copita de vodka», más allá aparece con destellos proféticos y ocultos: «Hordas amarillas de asiáticos, arrancadas de sus lugares habituales, bañarán los campos europeos con océanos de sangre». Pero dentro de este variado caleidoscopio, donde todo tiene cabida, prevalece siempre la belleza total, casi enfermiza, de su perfecto estilo narrativo.

    Dentro del perfil renovador y subversivo que mantiene la novela, llama la atención, no obstante, el continuo empleo de «cómplices guiños» al lector: «También el senil senador te perseguirá a ti, lector, en su coche negro: y desde ahora no le olvidarás jamás», «Pronto demostraremos al lector, sin dejarle lugar a dudas,…», «Digno lector: describimos el aspecto del portador de la cruz de diamantes sin pizca de humor,…». Este recurso, muy utilizado unos años antes por Turguénev, fue ampliamente denostado por las vanguardias literarias rusas, de ahí que extrañe su presencia en Biély; a no ser que estemos ante un velado homenaje al estilo y la obra del gran clásico ruso.

    La Sra. Castro alude, muy acertadamente, a la figura elíptica para mostrar los dos focos sobre los que gravita la acción de la novela: Petersburgo y el parricidio con bomba. Pero, aunque todo gira a su alrededor, es la ciudad la que juega un papel preponderante y se convierte, por así decirlo, en una especie de marco gris y hostil, donde unos insustanciales personajes malgastan su vida: el senador Ableújov, un cadáver viviente que simboliza al poder agonizante; su hijo Nikolai, débil e inconsecuente, capaz de estudiar a Kant y de pasearse al mismo tiempo por las calles con su disfraz de «payaso rojo»; Sofía, prototipo de heroína veleidosa y trivial; Serguei, el marido engañado y fracasado, aferrado a su caduco sentido del honor y, por último, un enjambre abigarrado de chuscos terroristas revolucionarios, que pasean por toda la ciudad una lata de sardinas y un ideario vacío: «Sí; soy un provocador; pero es una provocación en aras de un gran ideal; más que de un ideal, de una moda. Puedo definirla como un ansia general de muerte; me emborracho con ella».

    Y por encima de ellos, más allá del «agua verdosa infestada de bacilos», entre «la niebla verdiamarilla» de las islas sobre el Neva, un enorme monstruo incuba el fuego purificador que los arrasará a todos. Como apunta Biély : «¡Ay, hombres rusos, hombres rusos! ¡No consintáis que la muchedumbre de sombras abandone las islas! Haríais bien en destruirlos…. Ya es tarde….”

    Sí, sin saberlo, Petersburgo gesta en sus entrañas la agonía de una época, preludio de violentos cambios, que expira a diario con la vida vacía y muerta de todos sus protagonistas.

    La reseña no engaña: «Una obra maestra», «Una de las novelas cumbre del siglo XX».

    Un cordial saludo a los seguidores de solodelibros

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