Hace tiempo les recomendé la lectura de Cartas de una pionera. Si todavía no han leído esa pequeña maravilla, no dejen pasar un día más. Si ya lo han hecho, habrán quedado encandilados por la personalidad gentil de su narradora. Pues bien, imagen encontrarse de nuevo (aunque sea a través de las páginas de un libro) con una mujer de su mismo talante. Así es la señora Todd, en cuya casa se hospeda durante un verano la narradora de La tierra de los abetos puntiagudos, trasunto de la propia Sarah Orne Jewett, autora de la novela.
La tierra de los abetos puntiagudos es Dunnet Landing, en Maine, a cuyo almo reposo se retira la escritora con el fin de encontrar la paz necesaria para escribir. Poco a poco, no obstante, se va interesando más y más por el paisaje y, especialmente, por el paisanaje que la rodea.
Empezando por la señora Todd, su hospedera, una mujer que pasa el verano recolectando plantas con las que prepara las medicinas con las que se cuidarán sus vecinos durante el invierno. La señora Todd es una persona franca, sencilla, en cuyas palabras y en cuya actitud vital es posible reconocer una inextinguible alegría de vivir. Y no porque la señora Todd tenga una visión ingenua de la vida, sino precisamente porque conoce bien sus sinsabores y puede valorarla con justeza.
La señora Todd actuará de nexo entre la escritora foránea y los habitantes de Dunnet Landing, pescadores y campesinos humildes, pero cada uno con una historia que contar. Esas historias son las que la narradora recogerá y trasmitirá con sencillez, actuando como sutil filtro.
La historia de un capitán de barco que naufraga en latitudes septentrionales y se topa con otro náufrago que, camino del Polo Norte, dice haber vivido peculiares experiencias. La de una muchacha que, despechada, se retira a vivir a una isla deshabitada donde pasa el resto de su vida en soledad. O la narración del largo viaje en carreta para asistir a la reunión anual de una extensa familia.
Sarah Orne Jewett hace en La tierra de los abetos puntiagudos gala de una especial delicadeza para contar esas historias que en apariencia no tienen trascendencia, pero que nos interesan porque contienen la verdadera esencia de la vida de los seres humanos.
Una vida donde la comunidad importa, porque el sentimiento de pertenencia ayuda a construir nuestra individualidad. Donde hacemos nuestra la vida del prójimo, no con un afán maledicente, sino con genuino interés. La narradora expresa en varias ocasiones la diferencia entre el apacible transcurrir del tiempo en Dunnet Landing y las artificiosidades de la vida en la ciudad. El libro fue escrito a finales del siglo XIX, ¿qué opinaría la autora de nuestras ciudades?
La narración en primera persona y el estilo cercano de la misma confieren a La tierra de los abetos puntiagudos el tono, no de una novela, sino de una conversación que se escucha con placer. Como si se oyera a una abuela chacharear sobre personas que uno no conoce, que tal vez ya ni siquiera pisan este mundo, pero cuyas anécdotas despiertan nuestro interés con tanta o más fuerza que la más apasionante novela.
Regálense con esta lectura.