Nuestras culturas han pertenecido a lo que hasta hace medio siglo se llamaba sin reticencia ni rubor “la civilización del libro”. Es decir, el libro ocupaba el podio central en la cadena alimentaria del espíritu: por él ante todo se transmitía el conocimiento, se perpetuaban las consignas morales (incluidas las críticas a su dogmatismo) y se solazaban las almas. Ahora, su primacía en tales competencias dista de estar clara.
Hubo una época en que no había libros impresos (pero sí autores como Aristóteles o Jorge Manrique), luego lo importante es que no decaiga la filosofía, la novela o la poesía aunque nos llegue por vía electrónica. Aun así, no es lo mismo. Algo se pierde, aunque solo sea en el plano estético. No es lo mismo pasear a caballo que trasladarse en bicicleta.
Tampoco la desatención y desprotección del libro son buenas señales: ¿por qué esas cadenas privadas de televisión en manos de empresas que hicieron fortuna vendiendo libros ahora les rehúyen el mínimo apoyo en su programación? Y los libros van ligados a las librerías, que no son simples comercios virtuales como Amazon, ni tiendas de accesorios, sino configuraciones de un paisaje urbano en el que primaba la imaginación humanista, tan vanguardista como tradicional. Para algunos, entre quienes me incluyo, más árido sería recorrer una ciudad sin librerías que deambular por el desierto.
[vc_button title=»Fuente» target=»_blank» color=»default» href=»http://cultura.elpais.com/cultura/2013/12/23/actualidad/1387827786_225029.html»]