Corren tiempos extraños en el mundo literario. Nuevos formatos y posibilidades han saltado a la palestra, cambiando muchas de las reglas del juego. Esos escritores que antes no veían una salida tradicional a sus manuscritos se encuentran con puertas abiertas que les dirigen por caminos distintos a los acostumbrados. Todo el mundo puede ahora publicar, nunca en toda la Historia había sido más fácil. Un arma de doble filo para el lector que empieza a afectar a personajes fundamentales. Y el editor es aquel a quien los dedos señalan como culpable de todos los males habidos y por haber. La imagen del editor parece que deriva hacia la de un individuo que se aprovecha de sus autores, pagándoles una miseria, para luego poco menos que estafar a los lectores con libros carísimos con los que se enriquece sin dar un palo al agua.
Bueno sería primero definir qué es exactamente la edición. Se trata del proceso de poner a punto y adaptar un texto literario (llamado manuscrito), autoría de un escritor, a un soporte gracias al cuál pueda ser difundido, generalmente para su comercialización. El editor, por tanto, es el productor, el encargado de supervisar todas las tareas requeridas para que la obra original llegue al lector en unas condiciones dignas. Una labor antaño delicada, casi de cirujano, pero que, siendo justos, se ha mercantilizado acorde a los tiempos que vivimos. Pero centrémonos en describir el modus operandi ideal de esta profesión.
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