Resulta preocupante la falta de reflexión a la hora de diseñar campañas de promoción de la lectura. Todos los esfuerzos se centran en acercar el libro, dinamizar el contenido, establecer costumbres o crear ferias y eventos. Pero es evidente que leer exige esfuerzo y tiempo y que la recompensa ni es inmediata ni está al alcance de todos.
¿Cómo vender algo tan poco atractivo en un mundo como el actual, es decir, acelerado, secuestrado por la técnica y acostumbrado a la satisfacción inmediata? La promoción intenta adaptar la literatura a estas características del mundo en que vivimos, dejando fuera libros imposibles de adaptar que coinciden con los que aportan valores literarios.
Estas campañas de escaso éxito perviven como un hábito adquirido, sin reflexión sobre su éxito y sin plantearse un necesario cambio de estrategia. ¿Cómo es posible que en lugar de acercar a la gente a los libros se plantee exactamente lo contrario, acercar los libros a los que no leen, esperando que una especie de imán mágico los atraiga irremediablemente? Este movimiento ya deja fuera de juego a los libros con valores literarios, que se rechazan por entender que jamás podrán atraer de esa forma mágica.
Si la literatura tiene que acercarse a los que no saben leer y no están dispuestos a deshacerse del tiempo, a vaciarse y a poner en juego su pensamiento, se convierte en una fuente de estímulos para llenar con ruido el miedo a pensar y deja de ejercer su función de mostrar la realidad para ofrecer una mentira, la que se quiera oír.
Por muy al alcance que estén los libros, por mucho que los padres lean, por mucha animación que se le dé a las historias, si el sentido de la lectura no está claro, nadie va a hacer el esfuerzo que supone enfrentarse a textos que exigen pararse en el tiempo, poner toda la atención y dejar en suspensión el propio pensamiento. ¿Para qué leer si sólo es un tema de cultura? ¿A quién le compensa tanto esfuerzo sin tener claro cuál es el fin?
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