Uno de los mayores cambios en el modo de consumir cultura es la aparición de cierta tecnología intermediaria entre el consumidor y el productor (no voy a hablar de los múltiples agentes que intervienen en la producción del producto cultural). Esta tecnología ha ido apareciendo paulatinamente a lo largo de los dos últimos siglos para acercarnos la posibilidad de disfrutar lejos del productor de las artes musicales, en un primer momento, y las artes escénicas. Hablo, por supuesto, de los álbumes o discos musicales que reproducen música grabada y de la aparición del cine. En ambos casos la tecnología liberó el disfrute de estos productos de la presencia de los productores en el mismo acto de consumo. Esto provocó un pequeño inconveniente que a menudo se nos escapa: la dependencia de un tercer actor, el fabricante de aparatos capaces de registrar, primero, y reproducir, después, ese producto cultural. En el caso de la literatura todo es bastante más difuso para el consumidor cultural actual.
Volviendo a la música y las artes escénicas, ya registradas en discos, cintas analógicas, cintas digitales, discos digitales, y posteriormente, en memoria digital, podemos ver un patrón claro: el auge de los intermediarios tecnológicos, la innovación positiva, el abaratamiento de la distribución y, finalmente, de los costes. En algunos casos incluso el precio de estos productos bajó.
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