La efervescente cantidad de contenidos disponibles hoy en Internet demanda nuevas formas de acercarnos a ellos. Conscientemente o no, hemos generado recursos cognitivos para lidiar con los miles de flujos de data que laten diariamente sobre nuestra mesa. Y conforme este proceso de ‘eficientización’ receptiva se va asentando en nuestra mente, también comienza a emerger el precio de abarcar más: por ejemplo, la calidad o la profundidad de nuestra atención.
Si a lo largo del día repasamos veinte, cuarenta o doscientos contenidos textuales –notas, artículos, cuentos cortos, aforismos, actualizaciones ,etc..– y luego antes de dormir queremos leer una novela de cierta complejidad o un ensayo largo, ello nos obliga a desprogramar nuestro cerebro de su forma habitual de lectura, para emplear una forma más lenta y reflexiva de encarar este otro contenido. El problema es que conforme se acumulan los días en los que dedicamos tal vez seis horas a leer contenidos cortos y de algún modo ligeros en Internet, en contraste con los cuarenta minutos que dedicamos a un buen libro al finalizar el día, entonces a nuestro cerebro le cuesta cada vez mayor trabajo switchear con eficiencia al modo ‘profundo’.
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