La industrialización de los libros, de la lectura y de los lectores

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La industrialización de los libros, de la lectura y de los lectoresUno de los primeros intelectuales que vislumbró el declive del lector de calidad fue Paul Valéry. En 1916 consignó en uno de sus Cuadernos de notas que se estaba muriendo ese lector “cuya formación  y cuyas fluctuaciones constituirían el verdadero objeto de la literatura”. Incluso se atrevía a describir sus cualidades: “riguroso, con sutileza, con lentitud, con tiempo e ingenuidad armada”.

Hoy todo lo que sabemos de la lectura como fenómeno público proviene de las estadísticas que, para disipar las dudas que suscitan, tienen que terminar en decimales, no sea que alguien cuestione la precisión milimétrica de la que presumen. Y las estadísticas confirman el aumento del número de lectores de libros y, por consiguiente, de la producción editorial.

Pero a la industria editorial sólo le preocupa la cantidad. La ventaja con la que juega es que las estadísticas ocultan la realidad pero no la modifican. Y aquí la realidad se traduce en que los lectores leen cada vez peor, aunque el empeoramiento tampoco se note puesto que, para satisfacción de los editores industriales, las estadísticas revelan que su número no hace más que engordar.

¿Qué significa leer peor? No, desde luego, leer poco ni menos que en tiempos pasados. “Poco” y “menos” son términos cuantitativos. Y es de calidad de lo que estamos hablando. Leer peor significa consumir, absorber, devorar y hasta digerir, funciones todas ellas fisiológicas y hasta imprescindibles, pero inútiles en el trabajo intelectual. Significa también pasividad, falta de criterio y de auténtica libertad de elección y selección.

Por más que algunos se jacten de su virtualidad para aislarse incluso en recintos superpoblados y ruidosos, la lectura bien hecha requiere unas condiciones ambientales que ninguna tecnología puede mejorar aunque sí empeorar. Nos guste o no, nuestra capacidad de atención y de retención tiene sus límites. Una frase no es una pista de hielo sobre la que los ojos patinan velozmente sino un terreno cultivable ante el que hay que agacharse para removerlo hasta las entrañas.

La lectura es una conversación, no un monólogo. Un libro tiene que decirnos algo para que podamos responderle. Si no nos dice nada es que al menos falla uno de los dos, o nosotros o él. Como toda conversación, se fundamenta en una regla básica: escuchar a nuestro interlocutor. La escucha se afina con lecturas merecedoras de ser escuchadas, como un oído se vuelve selectivo escuchando músicas complejas. Con lectores exigentes estará garantizada la calidad literaria. En cambio, aquellos que se conforman con leer cualquier texto, maleducan a los escritores y los incitan a abandonar la exigencia.

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