Considerado el creador de la novela y padre putativo de Fielding, Gogol o Dostoievski, Miguel de Cervantes en realidad no era consciente, ni remotamente, de la importancia del libro cuya Primera parte acabó en Valladolid en diciembre de 1604.
El Quijote es un libro de libros, técnica narrativa que Cervantes aprendió de Ludovico Ariosto, un verdadero maestro en esto de enredar el hilo del relato. El Quijote es una novela interrumpida e intervenida, llena de prodigiosas fisuras, en la que tres “autores” confeccionan, hacen y deshacen a su antojo, convirtiendo su lectura en experiencia tridimensional y brecha en un sistema cognitivo –el del lector– asentado en falsas seguridades.
¿Es esta arbitrariedad de confección responsabilidad solo de Cervantes? Seguramente no, habida cuenta de las libertades que impresores como Juan de la Cuesta se tomaban en la época. Pero sí advertimos en él una vocación de expulsar de su relato al “desocupado” lector cuando más confiado se siente y de romper a voluntad el pacto de la ficción que conlleva toda lectura literaria. Así, Cervantes quiere que mantengamos un cierto distanciamiento irónico con el relato.
Es lo que Ortega y Gasset definió como la actitud de Cervantes hacia la vida, una filosofía existencial cuyo fruto literario fue, efectivamente, “el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse”.
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