Haciendo un guiño al famoso tren Transiberiano, Juan Pedro Aparicio bautizó con el nombre de Transcantábrico al hullero que durante años realizó la ruta entre Bilbao y León, en la crónica que escribió de un viaje en el mismo.
«El Transcantábrico» recoge un viaje de más de diez horas de duración que el autor realizó el seis de junio de 1980 en compañía del fotógrafo Fernando Díez, si bien las fotografías han sido sustituidas en esta edición de Rey Lear por acuarelas de José S.-Carralero y Maribel Fraguas. Un viaje hermoso aunque algo incómodo, hecho muchos años antes de que la ruta se convirtiera en un «crucero» en vagones de lujo.
Porque el lujo es el viaje en sí, la aventura de recorrer tierras de una belleza sobrecogedora, marcadas por la historia, y compartir esa vivencia con los pasajeros habituales de la línea y con sus operarios. Aparicio recoge en su texto con sencillez y humor la realidad de un viaje en un tren casi mítico que prestó fielmente servicio, llevando carbón desde León a los altos hornos de Bilbao, para volver en sentido inverso cargado de pasajeros.
Esos pasajeros son uno de los tres pilares donde se asienta la crónica de Aparicio, que les da voz y voto recogiendo casi ad litteram sus opiniones, usando un lenguaje coloquial que gana al lector por su frescura y plasmando con acierto la relación que une a esos usuarios habituales con el tren. Una relación que oscila entre el cariño a una línea que es una constante en sus vidas y que usan para ir a ver a los padres, al trabajo, para acercarse al pueblo del que son originarios, y el cansancio que les produce un viaje largo, incómodo, en vagones viejos y mal acondicionados.
Es una vivencia, qué se yo, ¿cómo diríamos? La primera vez resulta… como… Si no agradable, por lo menos un poco interesante. La segunda vez, igual te resulta agradable. Y la tercera vez…-y aquí sus pensamientos dan un giro, traicionándole-, te hastías ya de ella. Porque es esto, con los medios de transporte que tenemos hoy en día…, ancestral.
Otro pilar de esta crónica se asienta en el personal que atiende el hullero: maquinistas, jefe de tren y operarios aportan su visión y sus conocimientos sobre un tren al que han dedicado su vida. La veteranía de los trabajadores fructifica en el orgullo de sentir que la línea de vía estrecha más larga de Europa les pertenece de alguna manera, pues ellos son depositarios de sus secretos, de su historia, de las mil anécdotas que conforman cada viaje. Así Chuchi, el maquinista, al que el autor retrata como a un jinete sobre un caballo al que conduce con amor, con firmeza, pero sintiéndolo siempre como a un ser vivo que tiene su propia voluntad.
Y el tercer y último pilar que sostiene «El Transcantábrico» es las tierras que cruza el hullero. Los montes, los prados, los ríos que ven pasar al tren y le prestan algo de su feraz personalidad. Pero también los pueblos que cruza y a los que da vida, representados casi siempre en la crónica por las estaciones que Aparicio va describiendo con detalle, por la torre de una iglesia, por una casa blasonada.
De esta manera el autor pinta ante el lector la estampa de un tren con personalidad propia, de un tren que respira y late y al que Aparicio describe como un dragón que, pegado a la roca, asciende la cordillera cantábrica para descender después como un caballo brioso por sus estribaciones camino de León. Un tren que de alguna manera y pese a todo, supo convertirse en algo casi familiar para quienes lo utilizaron. Y que Aparicio logra convertir en algo cercano también para el lector.