Publicada a finales de la década de los sesenta del siglo pasado, Picnic en Hanging Rock es, desde entonces, una novela de culto de la literatura australiana. En ella, Joan Lindsay presenta una muy peculiar historia de misterio, que no sigue el esquema de las novelas de intriga al uso, pero que es capaz de atrapar la atención del lector y mantenerla hasta el final.
Esto lo consigue la autora con una sabia dosificación de la intriga, al presentarnos la historia de la extraña desaparición de tres colegialas y una institutriz en un apacible día de picnic. Lo que debía ser una agradable excursión en el día de San Valentín, que rompiera con la disciplina del internado, se convierte en una pesadilla de incierto final.
El picnic tiene lugar en un área de camping a los pies de Hanging Rock, una formación rocosa llena de amenazadoras escarpaduras, oquedades y peligrosos precipicios. Cuatro de las educandas parten a inspeccionar las estribaciones de la Roca, pero sólo una regresará con el grupo, presa de un ataque de histeria. Por su parte, la señora McGraw, profesora de matemáticas, que fue vista por última vez sentada a la sombra de un árbol leyendo, desaparece también sin dejar rastro.
Ese es el planteamiento inicial de la obra, aunque Joan Lindsay se demora conscientemente a la hora de proponerlo y es necesario avanzar bastante en la lectura hasta que el misterio quede totalmente expuesto. Porque, a la vez que relata lo acontecido en el picnic al pie de la Roca, la autora desvela el entramado del universo del colegio Appleyard para señoritas. No es que pretenda darnos las claves para resolver el misterio de las desapariciones, de manera que las pequeñas intrigas del colegio sirvan a la trama principal; por el contrario, el suspense de la trama principal es la excusa para presentarnos a una galería de personajes y sus intrincadas relaciones.
Lo que la australiana consigue en Picnic en Hanging Rock es retratar cómo un hecho fortuito —la desaparición de las jóvenes y su maestra—, altera el discurrir de la vida. No únicamente la vida de las infortunadas desaparecidas, o ni siquiera la del colegio del que partieron una festiva mañana, sino también la existencia de personas ajenas por completo a las educandas y su internado.
La trama comenzó a urdirse en el colegio Appleyard en el mismo instante en que los rayos de luz del día de San Valentín cayeron sobre las dalias […]. Y luego siguió extendiéndose, abriéndose en un profundo e intenso abanico […]. Continuaba propagándose hacia las laderas más altas, donde los habitantes de Lake View seguían con sus ocupaciones diarias como de costumbre, sin saber qué lugares les habían tocado en suerte en la trama general de alegrías y tristezas, de luces y de sombras. De esta manera, tejían y entretejían de manera inconsciente los hilos de su propia vida, y componían entre todos, a la vez, un complejo tapiz.
Picnic en Hanging Rock es una novela absorbente, donde las dosis de intriga se combinan con una narración en cierta manera humorística, en ocasiones irónica. Pero, como queda dicho, no es una novela de intriga al uso. La autora juega al despiste con el lector, al proponerle que decida si la historia que lee está basada en hechos reales o es fruto de su invención. Ahora bien, la autenticidad o no de los hechos es algo secundario; lo importante es la manera en que estos se disponen y se interrelacionan. No porque consigamos llegar a la resolución del misterio de las desapariciones, sino porque nos permiten apreciar cómo los acontecimientos se expanden como ondas concéntricas, proyectando sus turbulencias sobre quienes el día de San Valentín nada sabían del colegio Appleyard y sus pupilas.
Hace algunos meses, en el blog literario de un periódico de tirada nacional, me encontré con un curioso comentario. Un aficionado a la lectura, a la pregunta de cuál era su escritor favorito, respondía: “Tim Winton, autor de Cloudstreet, una novela que goza de enorme éxito en Australia”. Hasta aquí, todo normal. Una opinión más, tan respetable como cualquier otra.
Lo que llamó mi atención venía a renglón seguido. Apartándose del tema, y sin que viniera a colación, el autor del mensaje iniciaba una larga serie de diatribas contra la obra de Chéjov en general, escritor al que calificaba de extremadamente banal y aburrido (¿?). No podía dar crédito a mis ojos, era tremendo, uno de mis clásicos favoritos, uno de los mejores, ninguneado en un ranking de preferencias por un tal Tim Winton. El ultraje merecía alguna explicación, e inmediatamente (una manía muy mía) comencé a indagar sobre el tema…
Cómo enlaza esta historia con “Picnic en Hanging Rock”, se preguntarán. Muy sencillo, averigüé que el “pollo” en cuestión era ya un autor de culto dentro de la literatura australiana. ¡Equilicuá!, la misma catalogación que se da en la reseña a la obra de Joan Lindsay, no cabe duda que estos australianos parecen muy dados a practicar la reverencia, especialmente cuando se trata de sus escritores.
Porque es cierto, Sra. Castro, lleva usted razón, todo el mundo cataloga a “Picnic en Hanging Rock” como una novela de culto. ¿Es esto bueno o malo?, me preguntaba al acabar el libro, siempre había creído que la calificación era en sí positiva, ahora, tras su lectura, y tras navegar un poco por las procelosas aguas de internet, no estoy tan seguro. He visto, con sorpresa, (no sé si es fiable la información) auténticos bodrios, que gente, en apariencia, muy sesuda y experta, cataloga como obras de culto.
Si alguien pensaba leer la novela, que no se asuste. “Picnic en Hanging Rock”, no merece, en mi opinión, ser incluida en la ominosa lista de bazofias literarias, pero tampoco en el ornado concepto de literatura de culto, especialmente si con ello nos referimos a obras que, superando el “boom” del momento, recalan de modo definitivo en la posteridad.
Joan Lindsay, nos lega una novela de intriga que, aunque no parece muy al uso, utiliza los consabidos condimentos, típicos de esta clase de literatura (quizás los únicos que se pueden y deben emplear): Unas gotitas de intriga, una cuantas interrupciones en el desarrollo de la acción, un ama de llaves (aquí, directora de internado) malvada y tatatatá… incertidumbre asegurada. Nada nuevo, la verdad, si acaso lo más original es que no tenemos beso final, decisión muy de agradecer a la autora.
Sí es de destacar el oficio empleado para tejer una trama que, sin ser muy original (la desaparición de unas lindas señoritas, no nos engañemos, no lo es), queda abierta a cualquier interpretación. Elogiable, es incluso, la ñoñería de muchos de los diálogos de los personajes, (en ocasiones, incluso de su prosa), muy propia, supongo, del lugar y la época, y que va como anillo al dedo al desarrollo de la historia.
Lo demás, me refiero a la atmósfera de misterio orquestada alrededor de la novela por todos, especialmente por la autora, forma parte de una astuta política de marketing, que sorprende, si acaso, por su sagacidad y por lo impropia de su tiempo (años 60). Ello, unido a la flojera de seso típica en algunos de nosotros, ha dado pábulo a los increíbles comentarios, que cualquiera puede leer por internet: viajes en el tiempo, raptos interplanetarios, universos paralelos y otras zarandajas al uso.
A pesar de todo y de todos (devotos incluidos), no puede negarse lo entretenido de la novela. Yo quedé enganchado y la leí prácticamente de una sentada. Nada más se le puede exigir.
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