En tres ocasiones me he acercado a la obra de Clarice Lispector: hace ya unos años leí un libro de cuentos del que no recuerdo el nombre, pero sí que me dejó la sensación de encontrarme a años luz de lo que la autora trataba de transmitirme. Después leí “La manzana en la oscuridad”, una novela en la que entre mucha paja se pueden encontrar fragmentos como diamantes, de una belleza sin igual. Pero son sólo fragmentos, entreverados en una historia en la que resulta sencillo perder de vista qué se nos quiere contar. Ahora he vuelto a Lispector en uno de esos arranques de generosidad que a veces se tiene como lector, cuando buscamos de nuevo la misma piedra para tropezar.
“Aprendiendo a vivir” recoge las crónicas que Clarice Lispector publicó en el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. En ellas, la propia autora es consciente del sesgo personal que imprime a cada una de ellas, la mayoría de las cuales escribió “al correr de la máquina”. Agrupadas por temas y no por orden cronológico (si bien al final del volumen se facilitan las fechas exactas en que cada una de ellas apareció), estas crónicas son el retrato fiel de una de las escritoras más reconocidas de la literatura brasileña.
Clarice Lispector se describe a sí misma en estos textos como una mujer de instintos, de intuición, una mujer que gusta de dejar aflorar esa parte animal que existe en el ser humano, por considerarla la parte más genuina de su ser. La inteligencia es un artificio del que Lispector quisiera prescindir por considerarlo un producto elaborado que aleja al hombre de su verdadera esencia. Escribe de manera instintiva, dejando fluir los posos de un alma que se pretende atormentada y que encuentra su bálsamo en lo natural, en lo animal, en la búsqueda de una comunión perfecta con “el otro” que, sin embargo, pocas veces se da.
Por desgracia esa filosofía un tanto amanerada se traduce en un oscurantismo que deja al lector perplejo y descolocado. En alguna de las crónicas Lispector alude a que varios críticos de la época la consideraban una escritora hermética. Ahora bien, ese hermetismo no consiste en una escritura difícil de desentrañar bajo la cual subyace un mensaje al que el lector puede con mayor o menor dificultad llegar, sino meramente una escritura tan íntima, tan cargada de referencias personales y alusiones al mundo interior de la autora, que veda al lector la posibilidad de llegar al mensaje del texto (en el caso de que exista un mensaje, cosa que en estas crónicas parece no suceder). Porque no olvidemos que la literatura es, más que ninguna otra creación artística, un trabajo que exige del lector para concluirse. Si el autor hace lo posible, consciente o inconscientemente, por dejar al lector fuera, la obra queda incompleta y el autor ha trabajado en vano.
Por otra parte, la lectura de este libro despierta la reflexión de lo inútil de ciertas columnas que aparecen en los periódicos y que sin aportar nada al mundo de la literatura, tampoco aportan nada a la sociedad. Ocurre también en nuestros días que quien tiene la fortuna de contar con cierta notoriedad, que implica además que la gente escuche su voz, y que además cuenta con un espacio en un medio de comunicación desde el que dejar oírla, pierde esa oportunidad escribiendo sobre cosas inanes, carentes de interés, dedicándose más al regodeo personal que a asumir compromisos con la sociedad a la que pertenece haciéndose eco de sus problemas y preocupaciones.
A esa triste estirpe pertenecen estas crónicas de Clarice Lispector, que se retrata tan volcada en sí misma, tan ocupada en desvelar su “instinto primigenio latente” que se olvida de que alrededor existe un mundo que sufre. Y, tal vez más importante, se olvida de que leer es un acto intelectual, no instintivo, por lo que hay que llegar al lector a través de la inteligencia, no de la intuición.
No, evidentemente no entendieron nada ni el ni la Sra Castro. Clarice tiene la maravillosa virtud de llegar al lector, de conmover. No creo que haya nada más genuino que ello; y si acaso puede conseguirlo haciendo hincapié en lo que algunos tildan casi hasta de «primitivo», pues entonces ¡soy un primate!.
Emilio no entendiste nada…
Justamente acabo de terminar la lectura de la que está considerada su mejor novela, La pasión según G. H.; y exactamente he tenido esa sensación de futilidad que tan bien describres. Creo que lo que pretende Lispector, esa busqueda del primitivismo que está latente en el fondo del alma humana, la obtienes directamente viendo un documental de fauna salvaje. En mi modesta opinión, la idea no daba para hacer de ella una novela; mucho menos, el eje central de toda su obra, que, según parece, se repite incansablemente. Para mí, decepcionante.
«no olvidemos que la literatura es, más que ninguna otra creación artística, un trabajo que exige del lector para concluirse.»
El lenguaje es una herramienta de comunicación. La literatura, como arte, no debe perder nunca de vista ese hecho, pero por desgracia lo hace a menudo, con el aplauso de los que prefieren una literatura más orientada al prestigio que a sus funciones comunicativa y estética, que son inseparables. Enhorabuena por vuestra lucidez y vuestra reflexión.