Los domingos de Jean Dézert es una novela difícil de clasificar y, sin embargo, deliciosa de leer. La historia, que fluye pausada pero con ritmo igual, y la prosa de Jean de La Ville de Mirmont, irónica y muy descriptiva, son los dos pilares en los que se asienta una obra que resulta soberbia y, a la vez, sorprendentemente sencilla. Una prueba más de que la buena literatura no necesita de innecesarios fuegos (y juegos) de artificio.
Jean Dézert se nos presenta como uno de esos hombres grises, de vidas anodinas. Funcionario del Estado, su vida solitaria se rige por unas rutinas inamovibles que se suceden día tras día, menos los domingos. La descripción de sus días iguales, de sus monótonas jornadas de trabajo, nos presentan a un hombre pragmático, discreto, sin imaginación y, sobre todo, consciente de su propia grisura, de lo cuadriculado de su existencia.
Dézert es el animal que, dando vueltas, recorre siempre el mismo camino en la noria; pero la tierna ironía que el narrador emplea para con él logra convertirle en un personaje atractivo. Dézert no es infeliz, vive la vida como le ha tocado en suerte y, aunque sea un ser trivial, tiene sus pequeñas extravagancias. Porque el autor ha sabido, al presentarnos a ese Jean Dézert previsible y poco imaginativo, darle las pinceladas suficientes de color para insinuar que posee un alma de poeta, que lleva embridada. Así, cuando una prostituta le reprende por desdeñar sus servicios diciéndole que se meta una pluma en el culo porque así parecerá un pájaro, Jean le responde: « ¡Unas alas!… Pero ¿para qué?».
Las extravagancias las reserva Jean Dézert para los domingos. El domingo es la vida entera para Jean Dézert. Un día lleno de posibilidades. Como la ocasión en que se dedica a seguir las indicaciones de todos los volantes publicitarios que le han entregado por la calle: acude a unos baños calientes, se corta el pelo en una peluquería progresista, almuerza en un restaurante vegetariano, va a que le lean las cartas y por último a una charla sobre higiene sexual.
Es evidente que Jean Dézert desea sacar los pies del tiesto, romper la pauta, probar algo nuevo. Aunque nada que haga peligrar realmente su cómoda vida. Así, como siguió sistemáticamente el plan que estableció para concederse un domingo «de juerga» visitando los lugares publicitados en folletos recogidos por la calle, invierte su mes de vacaciones en servir de novio formal a la joven Elvire, una joven alocada y singular.
Cuando el idilio termina, de la manera más chocante (aunque acorde con el carácter excéntrico de la prometida), Jean Dézert decide desempeñar el papel que le corresponde como novio despechado: primero el desenfreno, después el suicidio. No hay duda de que para él, todo debe hacerse siempre comme il faut.
Pero Jean Dézert se resigna: la vida dentro de la cuadrícula debe continuar:
«Chalanas», piensa Jean Dézert, «os comprendo. Pasáis vuestra existencia rectilínea en esos estrechos canales. Os esperáis ante las esclusas. Atravesáis las ciudades tiradas por remolcadores que proclaman, bajo los puentes, su orgullo de poseer una sirena, como los barcos de verdad. Os parecéis a mí, en resumidas cuentas. Nunca llegaréis hasta el mar»