Middlemarch – George Eliot

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Middlemarch - George EliotSe dan en Middlemarch casi todas las características, buenas y no tan buenas, que definen la novela moderna y que contribuyeron a que el género se constituyese como referente en el ámbito de la literatura. George Eliot legó a la posteridad un texto enjundioso en ideas, de una estructura ejemplar y con personajes bien modelados; por contra, también ofrece en el libro una serie de pasajes que lastran la narración y le restan ritmo y, en ocasiones, credibilidad.

Middlemarch es una historia coral que pone en escena a varios habitantes de la localidad homónima. A destacar están Dorothea Brooke, una joven heredera de arraigadas creencias y firmes convicciones; Tertius Lydgate, un médico con amplitud de miras que se establece en el pueblo; y Will Ladislaw, un muchacho de incierto pasado cuyo parentesco con el prometido de Dorothea traerá no pocas confusiones. Amén de ellos, en la novela tenemos varios caracteres más que influirán decisivamente en el desarrollo de la trama, aunque quizá no tan importantes como los citados. En el libro hay casamientos inesperados, herencias desconocidas, jóvenes que enderezan su destino, potentados con un oscuro pasado y, por supuesto, enredos de amor con mejor o peor fortuna.

Eliot nos regala una narración ágil e inteligente, con unos protagonistas que se alejan de los arquetipos de la novela de la primera mitad del siglo XIX y se acercan más a las personalidades profundas y polifacéticas que encontraríamos cuarenta o cincuenta años más tarde. Además, los conflictos presentados tampoco se encuadran en las previsibles y algo alambicadas estructuras decimonónicas, sino que muestran una claridad de ideas bastante encomiable. No obstante, el narrador que presenta la historia sí que adolece de esa verbosidad complaciente que es tan común en obras de periodos anteriores: este hecho hace que algunos pasajes se asemejen a una tesis, más que a un producto de ficción, con lo que el tono de la novela se desluce un tanto y el ritmo se ve alterado con extractos que, con ser enjundiosos, aportan poco o nada al conjunto.

A pesar de ello, Middlemarch es un hermoso ejemplo de cómo la novela evolucionó durante el siglo XIX hacia un modelo contemporáneo de literatura. Los personajes de Lydgate o de Fred Vincy (un aburguesado jovenzuelo que aprende por las duras a abrirse camino en la vida) son ejemplos de superación, de profundidad y de psicología: personajes con dobleces, con vicios y virtudes que muestran u ocultan según convenga, y que pasan por vicisitudes que les ponen a prueba sin que el final sea necesariamente benévolo o justo. El matrimonio del médico con la hermana de Fred, sin ir más lejos, es un retrato bastante fidedigno de los errores que podía provocar la anuencia ante los roles y las convenciones sociales.

Es curioso que, a pesar de esa frescura y modernidad, y a pesar también de un tratamiento de algunos de los personajes femeninos que revela una gran apertura de mente, Eliot decida concluir la obra con un final acomodaticio y conservador. Dorothea, que se nos muestra (a pesar de cometer algunos errores) como una mujer decidida e independiente, termina por convertirse en la modosa esposa que cualquier habitante de la población esperaría; su espíritu innovador y constructivo acaba supeditándose a un amor sincero, pero que parece abocarla a una anulación de la personalidad. Una decisión narrativa harto curiosa, habida cuenta de que esa protagonista depara algunos de los momentos más bellos y adelantados a su tiempo de toda la obra.

Middlemarch es un libro espléndido, lleno de vida y frescor. A pesar de su disección estructural, su poso literario es grandioso y efectivo: da gusto sumergirse en ese estudio de la vida de provincias y asistir a las desventuras de ese puñado de personas que, salvando las distancias, son tan verosímiles y humanas como cualquier personaje de hoy día. Si quieren disfrutar de lo lindo, no lo duden: es una elección segura.

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1 COMENTARIO

  1. ¡La lista de lecturas pendientes! Si alguien me pudiera decir cómo reducirla cuando todo, absolutamente todo, hasta lo imprevisto, se confabula para evitarlo.
    A qué viene este comentario. Muy sencillo, hace unos meses, rebuscando entre cuadernos y libros de estudio, encontré algo olvidado: “Middlemarch” en la edición inglesa de Wordsworth Classics. Junto a ella, una nota con lecturas recomendadas para el período vacacional de 1982: “To kill a mockingbird” de Harper Lee y “Middlemarch” de George Eliot. Inmediatamente me vino a la mente John Kelly, mi profesor de inglés, un tipo dicharachero y simpático pero muy dado también a echar mano de los odiosos trabajos extras. Por aquel entonces no leí ninguna de las dos novelas, me imagino el porqué: “Middlemarch”, 781 páginas, “To kill a mockingbird”, 309 páginas. Demasiada lengua de Shakespeare para alguien que recién empieza a hincarle el diente a la asignatura de inglés. Casi treinta años después, tuve una idea, – semejantes ocurrencias son las que inflan e inflan la interminable listita de marras -, abordar a George Eliot pero cambiando de idioma. Así pues, Cátedra ha sustituido a Wordsworth, aunque el mamotreto no ha menguado lo más mínimo, al contrario ha aumentado de volumen.
    Empezaré por decir que a mí los novelones, estilo “Middlemarch”, me pirran. Da lo mismo el casillero en que se coloquen, – novela victoriana, romántica, realista -, el país en que se alumbren, – Francia, Inglaterra, Rusia -, la pluma en que se gesten, – Collins, Víctor Hugo, Dumas -. Todo me es indiferente, yo no me puedo resistir a esas novelas repletas de giros argumentales, con romances desgraciados, personajes misteriosos, villanos tremebundos, huérfanas abandonadas; a esas tramas en las que el azar, el destino o la casualidad, – utilicen la expresión que quieran -, juega papel principalísimo, gobernando la vida de unos personajes que son meros actores pasivos en manos de la fatalidad. Auténticos folletines, es cierto, pero no olvidemos que tras esa calificación un tanto despectiva se esconden auténticas obras maestras de la literatura. El siglo XIX fue muy fecundo a este respecto y la obra de George Eliot se encarga muy bien de recordárnoslo.
    Así, puesto que no soy sospechoso en cuanto a mis inclinaciones, ejerceré el papel de abogado del diablo y daré mi opinión sobre algunos detalles, que creo deslucen un tanto el resultado final de la novela.
    El principal, queda apuntado muy acertadamente en la reseña: el excesivo intervencionismo del narrador. Es éste un defecto que no se circunscribe únicamente a la autora inglesa sino que, por desgracia, lacra buena parte de la obra de otros escritores insignes, – Dickens incide también muchas veces en él y Víctor Hugo, con sus temidas digresiones, no es tampoco una excepción -. George Eliot abusa en exceso del papel del narrador, y lo peor de todo es que lo rodea de un tinte de erudición tal, que hasta llega a empalagar en ocasiones. Con ello, el ritmo ágil y fresco de la trama, repleta de diálogos ingeniosos e inteligentes, se resiente notablemente y el lector, atascado en un erial de profundas cavilaciones, no desea otra cosa más que su silencio para volver a escuchar a los principales actores de la historia: los personajes.
    Y es que el ramillete de protagonistas, tanto principales como secundarios, lo merece. Están dotados de una fuerza y vigor poco comunes, los suficientes para no precisar de ayudas, – voz en off del narrador incluida -, que perfilen sus contornos. Ellos solos se sobran y bastan para imponernos su apabullante presencia. Desde el apergaminado doctor Casaubon hasta la señora Garth con sus lecciones sobre el romano Cincinato, pasando por la casquivana Rosamond Vincy o su hermano Fred, pobre espíritu de excelente fondo pero de escasas miras, el afable reverendo Farebrother, el señor Featherstone, viejo tiránico y cascarrabias, el señor Raffles, que recuerda a los mejores rufianes dickensianos,… En fin, un magnífico elenco que sirve a la perfección para recrear la Inglaterra del primer tercio del siglo XIX.
    Hay una segunda consideración que, sin atreverme a anotarla ni en el debe ni en el haber de la autora, – su intención a la hora de escribir la obra es una cosa que me es ajena -, sí resulta llamativa por lo sorprendente. Me estoy refiriendo a la inconsistencia de ideales de los dos principales protagonistas de la novela. Es cierto que “el final acomodaticio y conservador” de Dorothea Brooke extraña doblemente, uno por gestarse en la mente de una escritora, y dos por tratarse precisamente ésta de una de las autoras más adelantadas a su época -, pero resulta aún más brutal y chocante en el caso del otro principal protagonista de la novela, Tertius Lydgate. Ambos encarnan el prototipo del carácter firme y altruista, con fuertes convicciones ambicionan lo mismo: ayudar al prójimo. Pero si las aspiraciones de Dorothea son más bien limitadas y “localistas”, mejorar las condiciones de vida de los arrendatarios en Lowick, las de Lydgate se tiñen de matices mucho más universales, la investigación científica como camino a un nuevo concepto de la medicina aplicada. De ahí, lo mayor de su tragedia.
    El matrimonio y la rutina de una sociedad provinciana harán de muro infranqueable contra el que se estrellen los objetivos de ambos. ¿Estamos ante la tímida claudicación de unos ideales, ante el paradigma de unas ilusiones frustradas, o tal vez es que la realidad acaba imponiendo su implacable ley? Sea como fuere, las casitas para pobres y los estudios sobre el tejido primitivo quedan definitivamente arrumbados en el desván de los buenos propósitos… ¿Y en el lector?, ¿qué queda en el lector?, pues en el lector queda un tufillo a conformismo, que no cuadra ni bien ni mal con el currículo de una escritora, que si es ejemplo de algo es justamente de lo contrario. Para muestra, un botón: “Lydgate había aceptado su menguante suerte con triste resignación. Había escogido esta criatura frágil y tomado la carga de su vida en sus brazos. Debía caminar como podía, caritativamente llevando esa carga”. La carga en cuestión es Rosamond Vincy, su esposa. El mensaje, una auténtica decepción.
    De todas maneras, – cuánta razón tiene Sr. Molina -, “Middlemarch” es un libro para “disfrutar y disfrutar de lo lindo”. A pesar de que, en ocasiones, exija más paciencia de la debida para afrontar farragosos párrafos de sesudas reflexiones. A Mary Ann Evans, – o George Eliot, como prefieran -, se le fue un poco la mano en este apartado.
    Ahora, y para completar los deberes de hace treinta años, sólo resta leer “Matar un ruiseñor”, la novela de Harper Lee. Pero, aunque las deudas son siempre deudas, la lista de libros pendientes determinará el día oportuno para saldarla.
    Cordiales saludos a los seguidores de solodelibros

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