La lectura de «Qué tierno era Suleyken» resulta tan gratificante que resulta difícil atinar a dar todas las razones por las que lo es; y, más que nunca, parece imposible ponderar el libro de manera lo suficientemente sugerente como para animar a leerlo a quienes no lo hayan hecho.
A partir de veinte relatos cortos, Siegfried Lenz compone en «Qué tierno era Suleyken» una historia fuertemente unitaria que busca reflejar la esencia de la vida en Masuria, una zona que ahora pertenece a Polonia, pero que a principios del pasado siglo formaba parte de Prusia Oriental, de donde Lenz era oriundo. De modo que esa unidad que caracteriza a estas veinte historias viene dada, en parte, por transcurrir todos los relatos en el mismo entorno geográfico; pero sobre todo, por compartir sus protagonistas una misma identidad cultural, cuya realidad quiso inmortalizar Siegfried Lenz en esta colección de cuentos.
A esa idea de cohesión que convierte «Qué tierno era Suleyken» en una novela narrada en pequeñas fracciones, contribuye también el feliz recurso que Lenz emplea al servirse una y otra vez de los mismos personajes como intérpretes de las frescas historias masures. Así la tía Arafa que se empeña en darse un baño en ‘El baño en Wszscinsk’, será la difunta en ‘Un entierro muy agradable’. O Valentin Zoppek, que interpela al lanzador de cuchillos en ‘Lo que ocurrió con el circo’, será quien compita en una prueba de natación destinada a dirimir quién dice la verdad en ‘El zapatero veloz’.
Los relatos que componen el volumen vienen a ser un repertorio de anécdotas, la mayoría de índole bastante jocosa, que dan testimonio de la vida en la región masur. Pero este testimonio se centra más en la manera de ser de sus habitantes, que en las tareas que estos ejecutan día a día. Cada cuento es, por tanto, el esbozo del carácter de los masures, a quienes el libro rinde homenaje, retratando con cariño lo que Lenz denomina su «rápida astucia y lenta malicia».
De la astucia y malicia de los masures dan buena cuenta relatos como ‘El día grande de Schissomir’, en que dos convecinos se comen una rana a medias: uno por cumplir una apuesta, otro por «llevar a casa algo del mercado»; de la testaruda perseverancia y de la lealtad a su pueblo de los habitantes de Suleyken son muestra ‘La gran conferencia’, en la que se resuelve la disputa por la propiedad de un prado gracias a unas cebollas; o ‘Duelo en zamarra corta’, donde dos contendientes en trineo están dispuestos a enfrentarse hasta el fin de los días. En general, las veinte historias masures son amenas, originales, tiernas y, algunas como ‘El viaje a Oletzko’ o ‘La palangana de los augurios’, francamente divertidas.
Y el efecto de todo esto es que el lector siente, al concluir el último relato, que de alguna manera pertenece a esa comunidad de campesinos, que ha paseado por las calles de Suleyken —aunque este pueblo es una invención de Lenz—, y que todas esas historias que una voz jovial le ha relatado, tal vez las ha oído contar a un abuelo en una tarde de tertulia.