Un hombre que duerme es la narración de una vida en suspenso; su protagonista es un hombre que, voluntariamente, ha abierto un paréntesis que, como una burbuja, lo aislará no sólo de su vida anterior, sino también de su vida futura. Un hombre que, con un gesto, abandona esa lucha cotidiana que nos impone el día a día para sumergirse en lo que el autor llama una vida vegetal, una vida anulada.
Georges Perec se sirve de un narrador en segunda persona para pegarse a un estudiante que un día decide no levantarse de la cama y no acudir a su examen de Sociología. O, para acercarnos más a la idea del libro: el estudiante no decide quedarse durmiendo y no asistir al examen, pues decidir implica una acción y, por el contrario, es el no servirse de la decisión como fuerza motriz, como motor de arranque cotidiano, lo que hace que el joven se quede en la estrechez asfixiante de su buhardilla.
Un hombre que duerme es una reflexión basada en un ejercicio práctico de oposición pasiva a las imposiciones de la vida tal como se supone debe ser entendida:
A tu alrededor has visto, desde siempre, como se privilegiaban la acción, los grandes proyectos, el entusiasmo: hombre que va hacia delante, hombre con los ojos fijos en el horizonte, hombre mirando en línea recta ante sí.
El estudiante de Perec no sufre una metamorfosis. Esa indolencia, ese abandono que ahora gobernarán su vida son la verdadera esencia: la máscara del camino recto ha caído, debajo se muestra la verdad. La vida no es otra cosa que un baño de obligaciones que aturde al hombre sólo por haber dado los pocos pasos que le separan de su animalidad. De ahí el anhelo que el protagonista siente por convertirse en árbol. Simplemente busca, mediante una inmovilidad que lo aleja del pulso normal de su antigua vida, una existencia sin deseo, sin despecho, sin rebeldía; una vida inmóvil, sin crisis, sin desorden.
De esa existencia que es como vivir sumergido en un agua caliente, oyendo apenas el ruido del mundo que continúa girando fuera, se desprende un sentimiento de libertad total. Sin familia, sin amigos, el estudiante se convierte en una sombra que vaga independiente por la ciudad: nadie repara en ella y puede observar su entorno como desde una distancia sideral, sin hostilidad ni fraternidad, con absoluta indiferencia.
Lo cotidiano es ahora la neutralidad: vestir, comer, leer, pasear. Pero no permitir que esas acciones sean la representación de una individualidad, una prueba o indicio que sirva a los demás —o a uno mismo— para adjudicar una determinada personalidad, unos gustos, una esencia. La idea es ser igual que un corcho a la deriva, dejar que la multitud lo lleve con ella, o flotar en su buhardilla mirando al techo. Dejar pasar el tiempo desde la seguridad de que no existe otro modo de vida mejor que aquel al que se llega mediante la renuncia del deseo, inoculado durante siglos en el ser humano, de avanzar, progresar, ir hacia delante.
Por desgracia esa vida neutra, abandonada, indefinida, avanza imperceptiblemente, a espaldas del hombre, hacia algún tipo de locura. El miedo se instala en el enorme espacio dejado por los deseos, y no queda otro remedio que esperar. Pero esperar es, precisamente, recuperar el deseo de avanzar.
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Una novelita magnífica. La leí hace ya años, y ahora la he recuperado. Es una de esas novelas que te influyen. Además, hay una película preciosa, que también recomiendo.