Basándose en la peste que asoló la ciudad de Londres entre 1664 y 1665, Daniel Defoe escribió en 1722 Diario del año de la peste. Con este texto se adentraba en un género distinto al de novelas como Moll Flanders o Robinson Crusoe, para realizar una incursión en algo semejante al ensayo, al menos en su forma.
Pero Diario del año de la peste es, realmente, una obra de ficción como pueda serlo cualquiera de las dos antes citadas. Defoe era apenas un niño cuando la peste se extendió por la ciudad y los datos que proporciona sobre la misma están sacados, y en cierta manera novelados, de un par de libros de carácter histórico-analítico sobre la epidemia de Londres. Resulta fácil discernir cuándo el texto de Defoe bebe directamente de sus fuentes —cuando, por ejemplo, proporciona datos estadísticos sobre los muertos por peste en las distintas parroquias de la ciudad—, de cuando fabula anécdotas sobre los enfermos, sus cuidadores o sus guardianes.
En ambos casos, Diario del año de la peste sirve al lector contemporáneo para hacerse una idea de lo que supuso una epidemia de semejantes proporciones en una época en la que había ideas muy vagas acerca del modo de trasmisión o profilaxis. En ese sentido, Defoe describe la manera en que las autoridades de la ciudad enfrentaron el estallido de la peste tomando las medidas que consideraron más oportunas, y cómo los ciudadanos afrontaron o eludieron dichas medidas.
Defoe detalla cómo las autoridades usaron como medida de contención para la infección el encierro preventivo en sus domicilios de los apestados y sus familiares. A la vez, se nombraron alguaciles encargados de vigilar los hogares clausurados, y cuidadores que debían proveer a los encerrados de todo lo necesario, como medicinas o comida. Sin embargo, esas medidas se demostraron no del todo eficaces al no dar parte los ciudadanos de su enfermedad para evitar ser aislados e incluso abandonar —quienes tenían medios para ello— la ciudad.
Junto a las vicisitudes de quienes permanecían en el Londres apestado, sanos o enfermos, el autor hace un repaso a otros aspectos de la tragedia: la manera en que se retiraban y sepultaban los cientos de cadáveres que la enfermedad dejaba, cómo se abastecía a la ciudad de los alimentos que sus pobladores precisaban, cómo trataban los ciudadanos de mantenerse a salvo de la epidemia o el total desconcierto sobre la manera en que ésta se propagaba.
A pesar de ser un libro de ficción, y que cómo tal adolezca de ciertas faltas —en ocasiones se vuelve repetitivo—, Diario del año de la peste es un interesante documento para conocer un acontecimiento de una magnitud que en nuestra sociedad científica es difícil de imaginar, de no ser como un caso de ciencia ficción. Como tal puede leerse, sin evitar el escalofrío de pensar que sucedió realmente.
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