La estación extraviada – Roberto A. Cabrera

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La estación extraviada - Roberto A. CabreraPoca literatura de autores españoles contemporáneos suelo leer, como cualquiera que siga mis reseñas podrá comprobar. Siento que los escritores españoles de hoy día son incapaces de sintonizar conmigo; su literatura, por tema y estilo, me resulta totalmente ajena. No obstante, al hojear «La estación extraviada» se encendió en mi esa lucecita que da aviso de que el libro que tenemos entre manos puede resultar de nuestro gusto.

Roberto A. Cabrera esboza en «La estación extraviada» una reflexión sencilla pero certera sobre la consciencia de su propia muerte que el ser humano arrastra desde su nacimiento. Una idea que horroriza y fascina a partes iguales y a la que, durante la infancia, cuando el momento del último suspiro parece terriblemente lejano e incluso irreal, se le suelen dedicar abundantes y morbosos pensamientos.

El personaje central de esta brevísima novela es el tío Julián, un hombre de vida insípida cuya acción más importante fue, precisamente, morirse. El narrador extrae de las nieblas de la infancia la imagen de un tío solterón, maniático y enfermizo que, a falta de otro papel mejor, invocó para la mente infantil el lúgubre espectro de la muerte. Mediante historias macabras de asesinatos, suicidios y entierros por error de personas todavía vivas, el tío Julián materializó en la mente de su sobrino la idea del fin inevitable hacia el que todos caminamos.

La novela comienza con la exhumación del cadáver del propio tío Julián, en un recordatorio de lo que supone el fin de este envoltorio que somos en parte: al abrir una tumba se encuentra a veces un barro negruzco en el que blanquean apenas algunos huesos; otras aparece una versión consumida y momificada del cuerpo que un día se enterró. Nada más queda de lo que un día fue. ¿O sí queda algo más? El narrador cuenta que las enseñanzas de la catequesis de los domingos despertaban numerosas perplejidades sobre las que meditar: si existe un alma inmortal que, en ocasiones, va al cielo, ¿conserva algún vestigio que la haga reconocible para otras almas con las que tuviera trato en vida?, ¿se conservan en el cielo afectos y odios?, ¿cómo se comunican las almas, si es que se pueden reconocer?

Lamentablemente la historia, que se desenvuelve con acierto mientras toca estos temas, y en la que el tío Julián es el Virgilio que descubre al niño los distintos aspectos de la muerte, se vuelca después hacia la narración poco fina del tema manido de los recuerdos del muchacho que al entrar en la pubertad abandona al tío, que fue figura central de su niñez, justo en el momento en que éste enferma de gravedad acercándose así al momento de conocer en primera persona aquello sobre lo que tanto especuló junto a su sobrino.

Esta segunda parte de la historia es por tanto un apéndice poco jugoso en el que el tema de la muerte, que parecía central hasta el momento en la narración, se deja de lado en favor de un recuento de los recuerdos del narrador cuando ya las historias que le contaba su tío habían dejado de interesarle. Sólo años más tarde el narrador recupera de los días de su niñez la figura querida del tío Julián y ese reconocimiento quiere ocupar el lugar central de una narración que se desvió hace tiempo del camino acertado que llevaba. Porque mientras el lector esperaba que la estación extraviada fuera esa a la que todos hemos de llegar, el narrador la muda en la experiencia vital que supuso para él reconocer el sello que imprimió en su existencia la vida enteramente gris de su tío.

A pesar de ese cambio de carril que desvirtúa un tanto una historia que comienza con buen pie, la novela no está mal.

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