La señora Dalloway dijo que las flores las compraría ella. Y el lector emprende con ella el camino hacia la floristería en un brillante día del mes de junio. Y al hacerlo, se zambulle de lleno en los pensamientos de la mujer. Pensamientos que se ocupan de la fiesta que celebrará por la noche, de la reaparición de un amor de juventud, del sentimiento a medio camino entre el amor y la extrañeza que siente hacia su única hija…
La señora Dalloway es un prodigio de introspección, un flujo de conciencia arrebatador que permite creer al lector que de verdad puede escuchar los pensamientos de una persona, como si hubiera tomado asiento en el centro del cerebro (tal vez del corazón) del personaje. Virginia Woolf logró reflejar ese ir y venir aleatorio, algo descoordinado pero sin embargo coherente y lógico que tiene el fluir de las ideas. Ideas que van de lo que tenemos entre manos en ese momento a un recuerdo de nuestra niñez, provocado de pronto por un sonido, un olor, una palabra…
Esto no obstante, la obra es profundamente literaria y cuenta una historia completa. No solo el transcurrir del día de la señora Dalloway, dedicada a los preparativos de su fiesta, sino también, a través de sus recuerdos, la historia de un viejo amor de juventud y esa pregunta que con tanta frecuencia todos nos hacemos: ¿qué hubiera pasado si…? Una pregunta desechada casi tan pronto como es planteada, pero que nos arrastra a un sinfín de planteamientos.
Si La señora Dalloway logra contar una historia completa es también porque nos otorga una multiplicidad de puntos de vista. Woolf nos introduce en la corriente de pensamientos de Clarissa Dalloway, pero también en la de otra porción de personajes, la mayoría de los cuales confluirá al anochecer en la casa de los Dalloway. De esta manera, la historia se completa: no solo tenemos la perspectiva del mundo de Clarissa, sino también la de su esposo, una amiga, o un antiguo amor.
Y esto otorga una riqueza singular al libro. Porque por un lado se ilumina a la protagonista desde diferentes perspectivas, se rellenan huecos, sabemos no solo lo que piensa Clarissa, sino también lo que los demás piensan de Clarissa. Pero al tiempo, y esto es tal vez lo mejor de la novela, La señora Dalloway hace comprender que todos somos iguales. No importa los abismos que creamos que nos separan de los demás, en nuestro interior todos somos semejantes: recordamos, deseamos sentirnos amados, calibramos continuamente si estamos viviendo de la manera correcta, repasamos las oportunidades que perdimos o descartamos. Vivimos, en suma. Vivimos una vida consciente que nos acerca mucho más de lo que pensamos a cuantos nos rodean, e incluso a quienes no conoceremos nunca, como Clarissa no conoce al veterano de guerra con quien se cruza en el parque.
Virginia Woolf es una de esas autoras aureoladas cuya lectura una siempre acomete con cierta prevención, temiendo que la realidad no esté a la altura de la fama. Sin embargo, la realidad de su prosa y su talento para captar ese pulsar de la vida en los detalles cotidianos, insignificantes, hace que la lectura de sus obras sea siempre todavía mejor de lo esperado. Para leer y releer.
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Si es de conocer que en su idioma ella fue un genio de la cual se conoce bastante , mas su obra Señora Dolloway no lo he leído aún , por su información ;Mas si he releído Al faro y Laa Olas y no se si su obra Orlando sea realmente su a Autobiografia..
Jorge López Zegarra
Sra. Castro, hola qué tal
Leí esta novela hace unos años guiado por un recorte de periódico y, como me suele ocurrir con aquello que me impacta, dediqué un poco de tiempo a redactar mis impresiones sobre ella, ayudado de información recogida aquí y allá.
Esta es la transcripción de lo entonces escrito:
En el suplemento cultural del periódico “El País”, dentro de la sección “Daguerrotipos”, Manuel Vicent trazaba, hace ya más de tres años, una semblanza de Virginia Woolf. La pluma, siempre certera del escritor y periodista valenciano, se detenía en la vida, ajetreada y complicada, de la escritora inglesa, desgranando más los recovecos oscuros de su existencia que la luz propia de su obra literaria. Quedé impresionado al momento y recorté, como muchas veces hago, el artículo, en espera de poder aproximarme a alguna de sus novelas.
Ahora, leyendo “La señora Dalloway”, ha aparecido entre las páginas del libro y he vuelto a releerlo, mientras me planteaba algunas cuestiones sobre su compleja personalidad. Me preguntaba, si fueron sus terribles y alocadas experiencias la causa o el efecto de los trastornos mentales que acompañaron toda su existencia: difícil hallar claridad entre las tinieblas de un angustiado cerebro.
Avanzada al tiempo que le tocó vivir, transgresora en su forma de comportarse y en su modo de pensar, decidida sufragista, asidua de los círculos obreros, proclive a enamoramientos precoces e histéricos siempre frustrados (mantuvo relaciones lésbicas con la poetisa Vita Sackville West, esposa de lord Harold Nicolson), opuesta a las teorías estéticas por entonces en boga, extremada en sus actos dentro y fuera de la literatura,… Toda su vida fue un frenesí y al final su mente, exhausta por el exceso, se quebró de forma definitiva, sumiéndola en el dolor y la desesperación. Unas piedras en los bolsillos y el río Ouse bastaron para conseguir aquello que más anhelaba: abandonar el mundo, sin hacer daño a nadie. La carta de despedida a su marido, el también escritor Leonard Woolf, es su mejor y más hermosa obra póstuma:
“Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me parece lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. Creo que dos personas no pueden ser más felices hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirlo —todo el mundo lo sabe. Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo. V”.
Integrante activa del círculo de Bloomsbury, grupo que reunió a la élite intelectual de la Inglaterra del momento, Virginia Woolf ha sido reconocida, (a pesar de olvidos, propiciados por las modas), como la escritora que revolucionó la narrativa inglesa de principios del siglo pasado. El 46 de Gordon Square vio desfilar escritores, filósofos, pintores, economistas, críticos de arte,… algunos de ellos, los más talentosos, han pasado a la posteridad, otros quedaron sepultados por la losa del tiempo, y nada se recuerda de ellos.
Entre ésta heterogénea comunión de genio y mediocridad, se fraguó una nueva forma de entender la novela, y “La señora Dalloway” es un buen ejemplo de ello. La autora inglesa se decidió a abandonar el realismo imperante, con sus convencionalismos en lo tocante a personajes y trama, y dio paso a lo que podríamos llamar el grito de la conciencia. La novela, es bueno reconocerlo desde un inicio, no es de fácil lectura y, aunque extremadamente hermosa, en ocasiones resulta confusa y oscura en su desarrollo. La trama urdida por Virginia Woolf nos asalta a cada página, arrastrándonos, con cada uno de los personajes, por un Londres repleto de sensaciones acústicas y visuales. La Torre del Reloj del Palacio de Westminster, los relojes de Harley Street, ¡siempre los relojes!, van marcando, de forma empecinada, el ritmo de las vivencias cotidianas de todos los protagonistas, los podemos ver delante de un escaparate admirando cualquier bagatela o tratando de sortear el tráfico, al cruzar Trafalgar Square. Sus historias se van entretejiendo de forma casual y así, sin ellos saberlo, van dando forma a un inmenso tapiz, trenzado de angustias, anhelos y frustraciones: Clarissa Dalloway con su fiesta, Peter Walsh y su irritante susceptibilidad, las obras de caridad de lady Bruton, la señorita Kilman y su relación con Elizabeth, Hugh Whitbread o el don de escribir cartas al Times, Richard Dalloway, un estoico impertérrito,… pero sobre todos ellos, destaca Septimus Warren Smith y su locura.
Es muy plausible suponer que este personaje recoge mucho de la propia Virginia Woolf. Las voces lo acosan (tipicidad propia de un trastorno bipolar, la misma enfermedad que padeció la escritora), presencia su propia muerte, oye músicas y cantos (incluso los pájaros le pían en griego), cae en infiernos de llamas, visiona muertos, tumbas,… torturas todas, que alterna con momentos de felicidad y lucidez: “Tan pronto uno cae, se repitió Septimus, la naturaleza humana se le echa a uno encima. Holmes y Bradshaw, (sus médicos), se le echan a uno encima. Rastrillan el desierto. Gritando vuelan al interior de la selva. Aplican la tortura del potro. La naturaleza humana es implacable”.
Virginia Woolf aboca aquí su teoría a cerca de la salud, de la obligación de estar sano. En caso contrario, la “Conversión” se cebará en ti, ese monstruo inmisericorde te mostrará la proporción (algo de lo que la enfermedad carece), bajo “algún nombre venerable: amor, deber, abnegación” se regularán tus impulsos, se someterá tu voluntad, se negará el derecho a tu existencia, porque la enfermedad es la antítesis de la vida y el enfermo debe vivir, para qué, no se sabe muy bien, pero debe vivir. La autora inglesa adorna a Septimus de un principio irrenunciable: el derecho del ser humano a decidir cuándo debe abandonar eso que los demás llaman vida, pero que para el enfermo es una pesadilla monstruosa, repetida día tras día.
Ambos, autora y personaje, decidieron emprender el mismo camino…
Un fuerte abrazo y hasta siempre