«Las flores azules» es un libro que escapa de cualquier comentario, de cualquier intento de encorsetarlo en una corriente, o definirlo con unos cuantos términos al uso. Raymond Queneau, que coqueteó con el surrealismo y terminó por fundar el movimiento OuLiPo, escribió una novela —insisto: es difícil calificar este libro como «novela»— que es pura diversión, pura locura y pura fiesta del lenguaje. Del lenguaje francés, claro, aunque la traducción sea excelente.
La historia es enrevesada: el duque d’Auge, en el año 1264, inicia una serie de aventuras con Demóstenes, su caballo parlante; cuando el noble duerme, sueña con Cidrolin, un hombre del París de nuestros días que habita en una barcaza flotante y que entretiene su vida en paseos al borde del río, la contemplación de un edificio en obras frente a su barca y en encontrar una mujer que pueda atenderle en sus quehaceres después de que su hija menor se haya casado y le haya dejado solo. Cuando Cidrolin duerme, sueña con un noble caballero, que tiene un caballo parlanchín y que avanza en el tiempo durante sus vicisitudes…, hasta que un día ese duque, llamado d’Auge, llega hasta la pasarela que une tierra firme con una barcaza en la que un hombre le espera, como si siempre se hubieran conocido.
A lo largo de las doscientas y pico páginas del libro, las desventuras del duque d’Auge (que se opone al rey en su intento de enrolarle en una cruzada, o a los burgueses que planean organizar la Revolución de 1789) le acercan en el espacio y en el tiempo a Cidrolin, cuya vida, aunque guarde semejanzas con la del noble (ambos tienen tres hijas, que les abandonan tras sus esponsales; ambos han perdido a sus esposas), es mucho más sedentaria y pacífica. El resultado de tantas aventuras es el encuentro entre los dos soñadores, pero que, sin embargo, se separan al poco de conocerse, para que el duque regrese al comienzo de nuevo, a las almenas desde las que contempla sus dominios, repletos de pequeñas flores azules que se abren en el lodo.
Tratar de buscar significados a «Las flores azules» es casi absurdo: un libro de estas características está construido no como una máquina inteligible, desmontable y configurable a voluntad, sino como un juguete, un divertimento o una broma; un entretenimiento que no implica una lectura profunda (aunque también sea susceptible de ella), que sólo trata de introducir al lector en un mundo peculiar, surrealista y onírico, en el que se podría afirmar que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Pese a no estar sujeto a unas clasificaciones clásicas, «Las flores azules» se podría definir en pocas palabras: es un libro muy divertido. Divertido porque juega con la palabra y con la historia, e involucra el lector en ese juego, lo cual contribuye a crear una atmósfera de complicidad entre el escritor y él. Poco importa que la trama, al cabo de un par de páginas, incumpla las mínimas exigencias de unidad o composición, o que nos podamos perder entre los sueños del duque d’Auge y de Cidrolin, pues lo que interesa es el desarrollo de la historia, su decurso, y no su homogeneidad conceptual. Por ese motivo, es hilarante asistir a las conversaciones —«descabelladas» es un adjetivo que apenas les hace justicia— entre el noble y su caballo, Demóstenes, dotado del don de la palabra; o a los encuentros de viandantes anónimos con Cidrolin y sus pensamientos en voz alta; o a los roces y disputas de d’Auge con su capellán Onesiforo. Y el lector queda satisfecho con ese divertimento, sin echar en falta alguna profundidad temática.
Todo ello, ojo, no quiere decir que «Las flores azules» sea un libro ramplón o insustancial; obedece a unas reglas que no son usuales, pero a cambio ofrece una visión del mundo diferente, curiosa y profundamente irónica. Queneau retuerce tanto la forma como el fondo para ofrecer la historia de unos hombres que no hacen más que buscar su lugar en el mundo, aunque lo hagan con unos métodos muy peculiares. Tratar de ir más allá y pedirle a la novela otra cosa, sería un error. Lo mejor es disfrutar del absurdo de esa búsqueda y complacerse en el placer de la lectura. Que, bien mirado, no es poco.
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[…] Las flores azules (Raymond Queneau) […]
Si quedé sorprendido tras la estupenda reseña del libro, gracias Sr. Molina por su especial tino en los comentarios, más desconcertado he quedado aún después de su lectura.
“Flores azules”, (en mi edición se le ha caído curiosamente el artículo), es uno de los libros más extraños, y divertidos, que he leído en mi vida. Las personas que conozcan algo de la obra de Italo Calvino, entenderán muy bien si les digo: “Flores azules” es “El caballero inexistente” o “El vizconde demediado”, elevados a la enésima potencia del paroxismo. Para los que no tengan la fortuna de haber leído al escritor italiano, no se me ocurre nada más que remitirlos a cualquier “sketch” de humor del absurdo (los hay y fabulosos), pueden elegir autor según su gusto.
Abrir el libro y desayunarse, a las primeras de cambio, con alucinantes pasajes históricos, anima a cualquiera a seguir adelante: “A orillas del vecino arroyuelo acampaban dos hunos. En el horizonte se dibujaban las blandas siluetas de romanos fatigados, de pachás de Corinto, de francos antiguos, de alanos solos. Algunos normandos bebían calvados”, (dobles sentidos retorcidos al máximo), o seguimos: “Los hunos preparaban steaks tártaros, el galo se fumaba un celta, los romanos dibujaban grecas, los pachás segaban avena, los francos buscaban sueldos y los alanos miraban a cinco osetos. Los normandos bebían calvados”. ¡Todo, de lo más normal!, porque, ¿qué iban a beber sino?
Lo apuntado es sólo el entremés de una disparatada locura, que se prolonga a lo largo de más de doscientas páginas. Asistimos, así, a animadas conversaciones equinas, a accesos de ira ducales, a interminables siestas en la tumbona de una “péniche”, a mayestáticos vermuts de esencia de hinojo y a mundos soñados que se hacen realidad.
Y todo este divertimento literario se produce, aún y todo, a pesar de la enorme dificultad que representa trasladar al castellano los innumerables juegos de palabras, que inundan cada página del libro y obligan, en ocasiones, a la creación de un especial vocabulario. El logro, debe ponerse en el haber de Manuel Serrat Crespo y su acertada traducción.
Pienso, a este respecto, que algún día “solodelibros”, en su apartado de entrevistas, por ejemplo, podría acercarnos a la impagable tarea de estas personas, poco reconocida en general, e imprescindible para avivar la maravillosa llama de la lectura. Dejo la sugerencia al buen criterio de los responsables del blog, por si la consideran oportuna.
Concluyendo, el libro, como apunta el Sr Molina, no es un paradigma de lógica y profundidad temática, pero qué importa si es condenadamente divertido y nos hace pasar unas horas inolvidables.
Un cordial saludo a todos los seguidores de solodelibros