Un niño criado sin amor que, llegado a la edad adulta, pasa cada día en un trabajo poco estimulante para, al llegar a casa, encontrarse con una esposa a la que no ama. Ese es Georges el amargado. Pero la verdadera causa de su amargura no deriva de su tristísima situación personal, antes bien, es consecuencia de su tendencia a observar su entorno con una mirada que traspasa ese velo de conformismo y felicidad superficial con el que la mayoría de los seres humanos nos dejamos habitualmente engañar.
Con esos ingredientes cocina Octave Mirbeau la conciencia de un personaje pesimista, en ocasiones cínico, pero siempre muy humano. Y en torno a sus reflexiones, plantea una de las mejores novelas que he leído en esta temporada.
Georges comienza por narrar las amargas circunstancias de su vida en un tono tal que puede dar la impresión de no ser sino un hombre pusilánime, incapaz de luchar por su propia felicidad, a la par que un pequeño egoísta que jamás movería un dedo por la dicha ajena. Pero al avanzar la narración, el lector comprende que la infelicidad es necesariamente el pan de cada día de aquellos que nunca conocieron otra cosa. La felicidad no es para Georges más que un concepto, jamás experimentado, del que su mente puede apenas hacer una vaga representación.
Siendo la desdicha su elemento, se va desarrollando en él desde pequeño una tendencia a mirar a su alrededor con ojos que buscan aquello que tan bien conoce: la pena, la humillación, el desamor, la falsedad hipócrita. Y, evidentemente, la encuentra por doquier. Así, Georges pasa de lo particular a lo general, planteando la realidad de un mundo donde lo normal es el sufrimiento, el egoísmo, la miseria… aunque la mayoría se esfuerza en mirar hacia otro lado. La infelicidad es la norma pero, ¿es el pesimismo de Georges consecuencia de esa realidad implacable, o la realidad implacable es consecuencia de mirar el mundo con ojos turbios? Difícil discernir en esa proposición qué es causa y qué consecuencia.
Porque la narración de Mirbeau tiene la capacidad de lograr que, por unos instantes, nos apeemos de ese caballo fantástico que nos conduce por el camino que lleva a la felicidad; teniendo siempre la meta presente, la miramos con fijeza obsesiva, evitando caer en la tentación de mirar hacia los lados.
Pero Georges el amargado, parece haber desmontado de esa cabalgadura (o tal vez nunca montó en ella), internándose por esos márgenes inhóspitos donde moran, por una parte, el desconsuelo y la precariedad de quienes han sido arrollados sin opción por la vida; y por otra, la estulticia, la avaricia y la rigidez de quienes permiten que la vida se convierta en un pozo de desgracia para el prójimo.
La mirada de Georges rezuma dolor, aunque no caridad o conmiseración. Es testigo y parte, y nos señala una realidad cuyas negras sombras todos adivinamos por detrás del resplandor de una felicidad que, muchas veces, no es más que una promesa.
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