De todos es sabido que Chesterton, amén de polemista, provocador y socarrón, tenía un sentido del humor que aunaba la socarronería y el ingenio. Como buen inglés, sus comentarios, artículos o libros están plagados de una ironía finísima (y a veces no tanto) que apunta contra todo aquello que desafía el buen gusto y el sentido común.
Todo esto se halla en «La taberna errante», y aun más. Y es curioso que después de casi cien años desde su publicación, lo increíble es que una historia tan descabellada se aproxime a la realidad de una forma tan inquietante. Chesterton nos ofrece una sátira refinada sobre una Inglaterra que decide abolir las tabernas después de que un ilustre representante parlamentario consiga convencer al grueso de la nación de la importancia y preponderancia de la fe islámica; puesto que las bebidas alcohólicas quedan restringidas, sólo se podrá servir licor en aquellos establecimientos que tengan un cartel señalizador.
Este curioso punto de partida sirve a Chesterton para poner en la picota el conservadurismo moral que legisla sin tener en cuenta, no ya las opiniones de unos u otros, sino el más mínimo sentido común; y no sólo la intransigencia política, sino toda aquella conducta social que trata de impedir que el hombre tenga la libertad de socializar. Por eso el autor escoge como símbolo de su alegato la taberna: lugar de encuentro por excelencia, hogar de innumerables francachelas y punto de reunión ancestral, donde se han urdido intrigas, desatado revoluciones y tramado revueltas. Patrick Dalroy y Humphrey Pump, los dos protagonistas itinerantes de esta historia, llevan por media Inglaterra su letrero tabernario, aglutinando a su alrededor a todo tipo de personajes extraños. Sin embargo, lo esencial es que estos dos bebedores ambulantes consiguen vencer la oposición inicial gracias no sólo a su empeño tenaz, sino al humor y a la concordia de los que hacen gala. Reuniendo en torno a sí a los hombres comunes, a aquellos que viven en paz respetando al resto de personas, estos dos parlanchines lograrán mostrar a la nación la falsedad de los presupuestos políticos que condenan el alcohol.
Chesterton, por boca, sobre todo, de Dalroy, lanza innumerables diatribas contra todo tipo de costumbres y normas; valga como ejemplo la siguiente, muy ilustrativa del carácter moral de este libro:
Era ignorante como casi todos los hombres con cultura. Lo que choca en ellos es que siempre quieren ser sencillos y jamás despejan una sola complicación. […] Si les toca elegir entre un prado y un auto, sacrifican el prado. ¿Sabes por qué? No sacrifican más que lo que les une a los demás hombres. […] Sólo se priva de las cosas simples y universales. Renunciará a la cerveza, a la carne o al sueño… porque esos placeres le recuerdan que no es más que un hombre.
Quizá sea el conseguido equilibrio entre pensamiento y acción lo que hace de «La taberna errante» un libro divertidísimo, ameno e inteligente. Chesterton es un gran predicador, desde luego, pero su sabiduría y su sentido común evitan que caiga en el más absoluto proselitismo literario; por el contrario, la historia fluye con naturalidad, con unos protagonistas socarrones y entrañables, y en ningún momento la parte más erudita o reflexiva torpedea el desarrollo narrativo.
«La taberna errante» es un placer que no acusa el paso del tiempo, y que depara no sólo risas y carcajadas, sino cavilaciones más profundas de lo que en apariencia pudiéramos pensar. Prueben y verán.
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Plumbio … será «El Hombre Que Fue Jueves» 🙂
En efecto, The flying inn es una magnífica novela que tiene algo de la fresca actualidad que conservan los clásicos. Es divertida hasta hacer brotar las carcajadas (¡no hay que leerla en el metro!, pensarán que estáis locos…).
Un Chesterton en «pleine forme»: humor e inteligencia con esa sabia dosis que es siempre la suya.
En mi blog podéis leer el primer capítulo en versión bilingüe.
Seguro, seguro pero antes tengo pendiente «El hombre que no quería ser Jueves»