Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado es una novela gótica con una original concepción, que pretende unir lo real con lo inexplicable, a la vez que mantener ambos aspectos de una misma historia en compartimentos separados. James Hogg abordó la narración de unos hechos, en cierta medida misteriosos o cuando menos intrigantes, en dos partes. La primera de ellas, narra los acontecimientos de una manera objetiva, aunque en ellos ya se insinúa la existencia de aspectos inexplicables, y es una introducción a la segunda parte de la historia, verdadero cuerpo de la narración, donde hechos verdaderamente sobrenaturales sorprenden al lector.
La primera parte es una recopilación de datos y pruebas tomadas tanto de la tradición oral como de registros parroquiales y libros judiciales de la época en que sucedieron los hechos relatados en la segunda parte. Esta recopilación de pruebas documentales la realiza el editor, en un intento de contextualizar lo que se narra en la segunda parte y que son las Memorias como tales. Unas Memorias realmente sorprendentes, pues dan cuenta de los crímenes cometidos por un joven educado severamente dentro de la religión presbiteriana.
Convencido por su pastor de que es un elegido divino (un justo o justificado), Robert Wringhim asume que su nombre está inscrito en el Libro de la Vida donde se recogen los de aquellos que irán a reunirse con el Todopoderoso tras la muerte; y que, en consecuencia, ninguno de sus actos en la tierra puede desequilibrar la balanza. El mismo día en que Robert reconoce esta verdad, conoce a un extraño personaje que, a partir de entonces, guiará sus pasos y gobernará su voluntad.
Ese misterioso personaje, al que Wringhim toma cándidamente por el zar de Rusia de incógnito por tierras escocesas, es sin embargo el demonio, aunque el protagonista tardará bastante en comprenderlo. El mefistofélico ser, que se hace llamar Gil-Martin, manipulará a su discípulo sirviéndose precisamente de la doctrina religiosa de la que Robert es fiel defensor y se valdrá de las perversas inclinaciones naturales de su alma —como la envidia o la soberbia—, para lograr que haga cuanto desea.
Gil-Martin convence al joven Wringhim sirviéndose de dos premisas: puesto que Robert es un justo y ya ha sido designado para alcanzar el Cielo, sus obras en la tierra poco importan. Pero además, dichas obras, dirigidas por el espíritu firme del propio Gil-Martin, se llevarán a cabo para mayor gloria de Dios y de su verdadera iglesia. Poco a poco el protagonista irá rindiéndose a los persuasivos argumentos de su compañero, cayendo gradualmente por una pendiente que no parece advertir hasta que es demasiado tarde.
Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado es un ejemplo de estudio psicológico que no deja de resultar extraordinario, habida cuenta de que la novela fue publicada en 1824. La forma en que James Hogg presenta los titubeos de su protagonista, sus dudas, sus titubeos ante cada nuevo horror que su fantástico compañero propone, y luego su total rendición, cautivan aún al lector contemporáneo.
Hace algún tiempo llegó a mis manos la que para muchos es la obra culmen de la literatura gótica, “Melmoth, el errabundo” de Charles R. Maturin, – por cierto, gracias a Javier Pérez Andújar por recomendarme su lectura -. Y así, a su través, cambió de un plumazo mi opinión sobre un género literario, al que muchos han tildado despectivamente como “subgénero”, tratando de denigrarlo por el simple hecho de alejarse de un canon ideal de literatura, no sé bien aún impuesto por quién. Es la misma catalogación que se afanan en aplicar todavía hoy en día, y con algún éxito por cierto, a otra literatura, maldita entre el corrillo de los puristas literarios, me refiero a la llamada “novela negra”, – y, por favor, que no se asocie este concepto a sagas tipo Stieg Larsson o sucedáneos -.
La posterior lectura de “Manuscrito encontrado en Zaragoza” de Jan Potocki, y, ahora, de “Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado” de James Hogg no ha hecho sino acrecentar mi respeto por esta clase de literatura. Un género, sea el que fuere, no es bueno o malo per se, únicamente son malas, o buenas, las obras literarias que le dan forma, pero lo que resulta una evidencia por sí misma, es olvidado adrede y con demasiada facilidad en el mundillo de las letras.
El libro de James Hogg es un claro ejemplo, en positivo, de lo apuntado. Y lo es, por varios motivos.
En primer lugar hace uso de un recurso que, aunque utilizado hasta la saciedad en la historia de la literatura, aquí desempeña un papel relevante y fundamental. Esto se me dirá no es motivo suficiente para el halago…., pero sí, en su caso sí lo es, porque lo que en otros autores no va más allá de un quiebro estético, innecesario en la mayoría de ocasiones, en “Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado” refuerza vigorosamente el desarrollo de la trama, dotándola de viveza e interés. La fragmentación del libro en dos partes, el relato del editor y las memorias propiamente dichas, nos da la oportunidad de vivir la historia de Robert Wringhim dos veces, una desde el mundo exterior y otra desde su trastornada mente. Y si la iniquidad de sus crímenes va en aumento conforme conocemos más sobre sus andanzas junto a Gil-Martín (asesinato del señor Blanchard, muerte del juez del Tribunal Supremo,…), también va surgiendo en el lector cierto grado de piedad y comprensión hacia el autor de los mismos.
Es éste otro de los logros principales de la obra de James Hogg. A lo largo de la segunda parte, el autor profundiza en el estudio del carácter del protagonista, con la manifiesta intención de humanizarlo. La duda y la perplejidad ante los hechos de los que le acusan lo desarma física y moralmente, demasiadas evidencias para no rendirse a ellas: “…y apenas era un ser responsable, dado que efectuaba negocios de la mayor importancia sin que me quedase después ningún recuerdo de haberlos hecho” o “…rezaba con gran fervor, y lamentaba mi desesperada situación, sobre todo porque estaba expuesto a cometer algún crimen sin ser consciente ni poderlo evitar.”
Este componente de estudio psicológico, al que tan acertadamente se refiere la reseña, no aflora ni en la obra de Potocki ni en la de Maturin y es un valor añadido que agranda una novela sorprendente, por su ingenio y por la frescura que mantiene dos siglos después de ser escrita. Una lectura muy recomendable.
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