Muerte en el bosque es una colección de relatos de Sherwood Anderson, autor de la conocida y muy recomendable Winesburg, Ohio. Cuando se publicó en su lengua original, la antología constaba de dieciséis relatos, no obstante esta edición de Traspiés solo incluye trece. El traductor, Miguel Á. Martínez Cabeza, optó por traducir diez relatos hasta la fecha inéditos en castellano (los otros habían sido ya traducidos en otras antologías) y redondear el volumen con un par de cuentos tampoco traducidos antes, pero que constan entre los mejor valorados por la crítica. También incluye una nueva traducción de “Muerte en el bosque”, el relato que da nombre al volumen.
Como en Winesburg, Ohio, está colección de relatos gira en torno a la vida de la Norteamérica rural de las primeras décadas del siglo XX. Sus protagonistas son gentes del campo, pero no diremos de vidas sencillas porque precisamente el objetivo de Anderson en sus narraciones es atrapar los claroscuros de esas existencias.
¿Por qué la vida de los intelectuales reunidos en París —que Sherwood Anderson conocía de primera mano—, protagonistas de “Esa sofisticación”, han de tener vidas más complejas o tribulaciones más refinadas que los de “Estos montañeses? Al contrario, el relato sobre los montañeses nos habla de una adolescente embarazada, casi una niña, en cuyos ojos el narrador, que intenta ingenuamente salvarla, lee una enorme madurez. Previsiblemente más madurez que la de los frívolos hombres y mujeres reunidos en París para adquirir un barniz de cultura del que poder presumir de regreso a casa.
Pero la tierna historia de amor de un viudo que se promete de nuevo en “Otra esposa”, o el anciano matrimonio que pierde a su único hijo en “La siembra del maíz”, o el trágico crimen de “Juicio con jurado” demuestran que las vidas humildes, oscuras, de las gentes del campo esconden también emociones intensas, dramas y apoteosis.
Todo eso se esconde en los relatos que componen Muerte en el bosque. Y digo se esconde porque cuesta dar con ello en medio de una escritura balbuceante y ramplona. No es este el Sherwood Anderson que una recordaba de la lectura (ya lejana, ciertamente) de Winesburg, Ohio.
Tal vez parte de la culpa pueda estar en la traducción que, en un intento de mantener el estilo sencillo que suele achacársele a Anderson, ha caído en cierta simplicidad muy poco literaria que poco tiene del «lirismo deliberado y ligero como unas semillas de algodoncillo que se elevan buscando el sol» que, citando al poeta Hart Crane, se anuncia en el prólogo.
Pero parte de la culpa recae sobre el propio autor. La mayoría de los relatos de Muerte en el bosque están narrados en una primera persona que fuerza un lenguaje y un tono coloquial, como el que usaría un amigo que nos cuenta una historia. Ese tono, sin embargo, a menudo lastra la narración.
A veces porque introduce largas digresiones sobre detalles accesorios que contribuyen a que el lector pierda el hilo principal. Otras porque el narrador en primera persona solo puede dar una visión parcial de la historia, restándole profundidad.
Un ejemplo, en “Estos montañeses” el narrador nos describe cómo llega a la choza de un viejo donde se topa con la niña embarazada («No parecía tener más de doce o trece años. […] ¡Qué sucia y delgada estaba!»). Pero apenas nos dará un atisbo de lo que puede ser la vida de la muchacha, referida brevemente por el viejo y escasamente comentada por él mismo.
Seguramente nada de esto es casual y el autor buscó de manera consciente esa ambigüedad y esa manera somera de presentar la historia, pero una tiene la impresión de que de esta forma estos relatos no pasan de la mera anécdota, de ser pequeños esbozos insuficientes.
Más de Sherwood Anderson: