Como quizá ya sepan los visitantes asiduos de esta web, John Galsworthy constituyó uno de los más felices descubrimientos narrativos del que escribe hace ya un tiempo. La lectura de La saga de los Forsyte no ha hecho sino confirmar la genialidad del escritor inglés y reafirmar el estatus de obra maestra de esta epopeya familiar que abarca los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX (y que confiemos ver terminada con la publicación de la última trilogía perteneciente a las crónicas de los Forsyte por parte de la editorial Reino de Cordelia).
Reunidos en un solo volumen los tres libros que componen la trilogía (junto con dos relatos que sirven de interludios), La saga de los Forsyte nos presenta a Soames, padre de Fleur, la protagonista de la segunda trilogía, ya comentada en solodelibros. Si bien él será un eje sobre el que gire la narración, las tres novelas están plagadas de miembros de esa acaudalada familia que mostrarán al lector el cambio de época que se produjo en aquellos años. Galsworthy desgrana el proceso por el cual la burguesía adinerada toma el relevo de una aristocracia orgullosa, pero empobrecida. Como el joven Jolyon, antítesis de Soames, afirma casi al comienzo:
Su riqueza y seguridad son las que hacen que todo sea posible […]. Amigo mío, los forsytes son los intermediarios, los comerciantes, los pilares de la sociedad, las piedras angulares del convencionalismo, todo cuanto existe de admirable.
Aunque la historia de amor y desamor entre Soames, Irene y Jolyon sea el epicentro de los terremotos emocionales de las novelas, lo cierto es que el autor volcó en esta trilogía la visión de una época que se desvanecía sin que la sociedad tuviese claro lo que acontecía o venía a continuación. La muerte de la reina Victoria, a la que los Forsyte más longevos asisten casi con incredulidad, constituye la rúbrica de una época que, en palabras del narrador, «había bañado en oro la libertad individual hasta el punto de que si un hombre tenía dinero, era libre legalmente y de hecho y, si no lo tenía, era libre legalmente, pero no de hecho».
Ese cambio se encarna en las figuras de los protagonistas masculinos: Soames y Jolyon. El primero (como ya se podía entrever en la segunda trilogía, si bien publicada previamente) es el arquetipo del perfecto burgués, coherente con sus tradiciones y escrupuloso guardián del orden, tanto social como familiar; el segundo es la figura disidente dentro de la rigidez de los Forsyte, la «oveja negra» que desprecia la riqueza y ama la libertad, la pintura y la belleza. La lucha entre ambos, materializada en la posesión de la casa de Robin Hill (construida por Soames, aunque finalmente adquirida por Jolyon), será el reflejo metafórico de la batalla entre dos formas de entender el mundo, entre dos visiones de la realidad. Galsworthy no se inclina por ninguna de ellas, aunque queda claro que Soames, pese a su nobleza de carácter, es el personaje que «pierde» frente a la sencilla concepción de la vida de su primo.
El amor, el deseo, la avaricia, la pérdida y la tristeza campan a sus anchas por los miembros de esta familia que, sin embargo, parece resistir al embate del tiempo y sus inevitables cambios merced a una fortaleza incomparable. Si Soames es el protagonista rocoso, estoico, muchos de sus otros parientes no le van a la zaga: su hermana Winifred, superviviente de un matrimonio fatídico que amenaza con arruinar a su padre; sus tíos y tías, reliquias de una época que perpetúan con tenacidad inglesa; sus primo George, calavera redomado pero perfecta encarnación de la inmutabilidad de los Forsyte frente a los nuevos tiempos… Todos ellos se nos presentan como un solo elemento, una roca que desafía los aires de cambio del siglo XX manteniendo las inveteradas costumbres que sus antepasados les legaron y que ellos convirtieron en bonos, acciones y patrimonios.
Galsworthy nos deleita, una vez más, con una historia pasional y emocionante, pero de una contenida belleza. Su maestría para desgranar emociones a través de sutiles diálogos o descripciones alcanza en algunos momentos cotas de inconmensurable hermosura. Si no han tenido aún el placer de leer al Nobel inglés, mi recomendación más imperiosa es que corran a su librería o biblioteca más cercana a hacerse con este libro. No se arrepentirán.
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En que inmenso placer puede convertirse el acto de leer cuando uno tiene la suerte de encontrarse con un libro como “La saga de los Forsyte”. Creo que hasta mi inseparable Désiré Dihau, – pintura de Toulouse-Lautrec que utilizo siempre como punto de libro -, ha debido levantar sus absortos ojos del periódico para acompañar mi lectura. Al fin y al cabo, ni las noticias diarias, ni tan siquiera su inseparable fagot, en el caso de que lo hubiera tenido a mano, podrían ser más interesantes que las peripecias de una familia con escasas pero muy rotundas convicciones: la propiedad y su perpetuación a través de la descendencia son las únicas bases firmes de la existencia y la buena moral. Sobre estos pilares inamovibles se cimienta el edificio erigido por los Forsyte, uno de los más peculiares subgéneros de la especie humana.
A finales del siglo XIX el imperio británico comienza a dar las primeras muestras claras de agotamiento. La aristocracia rural, santo y seña de su poderío durante muchos años, contempla asustada la merma progresiva de sus ingresos. La importación de trigo de Canadá y carne de Australia provoca la caída del precio de los productos agrícolas y no resulta rentable seguir manteniendo las actividades de los antiguos ancestros. Los que consiguen esquivar la bancarrota venden propiedades y trasladan el dinero a la City de Londres; allí, los “forsyte” de las finanzas lo transformarán en acciones, seguros y fondos consolidados, convirtiendo una riqueza real en otra virtual, sujeta al capricho y la voluntad de terceros.
Para empeorar las cosas, a miles de kilómetros de la metrópoli, un grupo de testarudos colonos afrikaaners, muestra la debilidad del invencible ejército colonial derrotándolo en la Primera Guerra Bóer. Y aunque Inglaterra consigue tapar sus vergüenzas en un segundo conflicto, que deja secuelas en la tercera generación Forsyte, le costará más de dos años alcanzar una pobre victoria pírrica que no hará sino menoscabar aún más su ya maltrecha reputación internacional.
Por si todo esto fuera poco, el 22 de enero de 1901 fallece la reina Victoria, subiendo al trono su hijo Eduardo VII, “un rey bajito, gordo y vulgar”, como algún historiador lo ha definido, más preocupado por hacer desaparecer los recuerdos de su madre y mantener las apariencias que por gobernar un imperio ya en declive. La era “victoriana” llega a su fin, y comienza la era “eduardiana”, plena de interrogantes porque, al otro lado del canal, el káiser Guillermo II, nieto de Victoria I, se dispone a disputarle la hegemonía mundial al imperio británico: los sangrientos campos de batalla de la Primera Gran Guerra tendrán que dictar sentencia definitiva unos años después.
Y en este sustrato convulso, pleno de oportunidades si uno está al acecho, se desarrolla “La saga de los Forsyte”. Con una fiesta familiar, en una plácida tarde del año 1886 arranca esta obra hermosa e inmensa de John Galsworthy, que ningún amante de la literatura debería perderse.
El árbol genealógico de los Forsyte hunde sus raíces en la Inglaterra provinciana y rural del siglo XVIII, pero a pesar de orígenes tan humildes las ramas surgidas de tal tronco han crecido convenientemente y con inusitada rapidez. Cierto que el capricho de la naturaleza le ha obsequiado también con algunos brotes resecos que ninguna vida aportan en forma de fruto, – los tíos Timothy, Swithin, Ann, Juley y Hester -, y que algunos vástagos rebeldes han deformado la armonía del conjunto, – Jolyon padre y Jolyon hijo -, incluso hasta algún pajarraco ha intentado anidar al amparo de su verdor, – Montague Dartie, alias “Un hombre de mundo” -, pero en conjunto el árbol se ha desarrollado con resultados más que satisfactorios.
Todo, conseguido gracias al sempiterno sentido de la propiedad, que como bien apunta Soames Forsyte “representa el alma de la ley”. Y la ley debe aplicarse siempre, en cualquier ámbito de la vida, incluso para hacer valer los derechos matrimoniales llegado el caso.
No me equivoco si afirmo que es este curioso personaje, Soames Forsyte, el más significativo y el que más huella deja de toda la saga. “El Propietario”, como acertadamente lo bautiza su tío Jolyon, reúne rasgos honorables, – uno de ellos, el inmenso amor por su hija Fleur -, pero son tan escasos que no consiguen borrar el aire desagradable y antipático que lo acompaña a lo largo de todo el libro. Discrepo por tanto algo del autor cuando, durante su prólogo, rompe una la lanza en su favor: los lectores no “tienden a sentir cierta animadversión hacia Irene” como reacción a la supuesta simpatía por Soames. Semejante sentimiento no logra despertarlo el Soames de esta primera trilogía, pero sí el de “El mono blanco”, cuando ya peina las canas del tiempo y se halla a punto de ser abuelo, aunque éste es un hecho que como todos sabemos ablanda hasta el más pétreo de los corazones.
Con “La saga de los Forsyte”, John Galsworthy se revela de nuevo como un gran escritor. Nos muestra el falso oropel de los selectos clubes de Londres, donde la “crème de la crème” malgasta tiempo y esfuerzo en mantener el lustre de una forma caduca de vida; el bullir cotidiano de la City de Londres; los consejos de administración de las grandes empresas; los tribunales de jueces togados, de abogados de peluca, que cocinan una justicia rancia y desfasada,… Todo ello, desde una capacidad narrativa y de imaginación inagotables. Ejemplos: los cortos flashback, casi inadvertidos, que consiguen dotar a la acción de una simultaneidad y viveza inusitadas; el original seguimiento, con claves incluidas, de Irene por parte de la empresa de detectives Polteed; el “espíritu forsyte” de Swithin vigilando el paseo de Bosinney e Irene en Robin Hill, entre ronquido y ronquido; y un largo etcétera, que se haría eterno enumerar.
Una obra maestra que, como dije anteriormente, nadie debería dejar de leer y anima a seguir profundizando en la obra de este enorme escritor inglés.
Cordiales saludos a los seguidores de solodelibros
Me interesan este tipo de obras. Sagas familiares de finales del XIX-principios del XX diseñadas para transmitir más sombras que luces, el declinamiento desapercibido de una sociedad pujante y próxima a caer. Disfruté sobremanera con los Budenbrook, por no hablar dela OBRA de Proust (sin palabras); Ahora, tras varios años, me vuelven a llamar este tipo de obras, volver a meterme en los entresijos de esos árboles genealógicos de ambición y pérdida. Tenía pensado adentrarme en «Los Maia», pero la verdad que este ambiente inglés (probablemente heredero de las novelas sociales de Conrad y las inolvidables de Hardy y James, supongo) me apetece casi más. Casi decidido.