Nada a la vista – Jens Rehn

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Nada a la vista sorprende por su absoluta sencillez: sencillez en la trama, que se limita a seguir el periplo de un soldado alemán de la Segunda Guerra Mundial, abandonado a su suerte en un bote salvavidas en mitad del océano Atlántico; y sencillez en la narración, que discurre de una forma parca, escueta, sin concesiones a figuras retóricas que enturbien su fluir. Y, junto con la sencillez, o tal vez por encima de ella, hay que destacar el equilibrio perfecto que Jens Rehn logra transmitir a una obra cuya escritura se adivina complicada, precisamente por su sencillez. Con una trama tan elemental —un hombre flotando en el mar, mientras espera ser rescatado— el autor logra sin embargo mantener la atención del lector página tras página.

Ahí es donde entra en juego el equilibrio entre las distintas partes de la narración: la descripción de los días, aparentemente iguales, en la lancha; los recuerdos del protagonista, que poco a poco van virando hacia la alucinación; y las explicaciones que el narrador introduce acerca de los efectos del sol sobre la piel, la sed, la deshidratación, la esperanza o la locura. Rehn logra barajar todos esos elementos de forma que la historia se desenvuelva por sí misma, sin tropiezos, sin puntos de distensión, manteniendo un tono monocorde pero atractivo que atrapa al lector, desde la primera hasta la última línea.

Los días en el mar se presentan iguales: el sol se levanta, asaetea sin piedad al náufrago anónimo y se oculta de nuevo, dejando su sitio al brillo de las estrellas. Pero en ese escenario inmisericorde y siempre igual, es la evolución del protagonista la que marca realmente el transcurso del tiempo. Son los tragos medidos a una botella de whisky, y el número decreciente de los cigarrillos en la pitillera; son los estragos del hambre, el sol y la sed; pero, sobre todo, es la lenta deriva hacia la alucinación y la locura, pespunteada por la esperanza de un rescate improbable.

Los recuerdos acompañan las primeras horas del hombre en el bote, al que el narrador designa únicamente como «el otro». La muerte, sin embargo, empaña esos recuerdos, como si en el pasado del otro no hubiera nada más. Con el mar y la muerte como telón de fondo para sus divagaciones, el miedo a esa soledad elemental y primigenia atenaza el alma de quien se sabe condenado a morir. Porque la lucha por aceptar la realidad de la propia muerte se impone: y no sólo por aceptar una muerte segura, sino, sobre todo, una muerte que acecha ya, que se acerca, que se vislumbra inminente.

Pero las alucinaciones inducidas por la sed acabarán por volverse más reales que la muerte. Los pavores de la enajenación confundirán recuerdos y visiones en un cerebro al borde de la inconsciencia, representando una danza macabra en la que se confundirán compañeros, amantes, profesores del colegio o el propio Dios. El largo y efervescente diálogo que el otro entabla consigo mismo, y que transcurre paralelo a la conciencia que en todo momento tiene de su situación desesperada, imprime un ritmo cada vez más rápido a una narración sabiamente mesurada. Sin embargo, el equilibrio permanece intacto y con su acertado juego de pesos y contrapesos, apresa al lector hasta el desenlace, obligándole a mantener fija su mirada en un bote salvavidas, en el que únicamente hay un hombre.

-Estás loco de atar —se dijo el otro—. Qué lejos ha llegado la situación. Te mueres y ves tonterías. Ves cosas que no existen en absoluto. Qué locura, gente muerta subiendo a bordo. Ellos están en otro sitio completamente diferente. La única realidad aquí soy yo.
Al otro ya no le divertía la palabra «realidad», la situación había llegado demasiado lejos. El otro seguía teniendo miedo de lo que pudiera ocurrirle. Sabía perfectamente que allí, en el rincón, estaban las sombras acechándolo.

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