La literatura española está llena de obras y autores que merecen atención y que muchas veces damos de lado en favor de obras y autores extranjeros, aunque tal vez esto se deba al famoso ars longa, vita brevis y no a ningún tipo de prejuicio hacia nuestra literatura. En cualquier caso, el arte literario patrio nos reserva algunas piezas encantadoras como esta Pepita Jiménez, de Juan Valera.
Juan Valera es un excelente escritor. Su estilo tiene una delicadeza y una armonía, al tiempo que una sencillez sabrosa, que convierten la lectura en una delicia. La historia fluye, amena, amable y, de alguna manera, candorosa. Un fiel reflejo de su idea de que la literatura debe ser un reflejo idealizado de la realidad, donde incluso el lenguaje debe servir a ese propósito de embellecer y adornar.
Pepita Jiménez es, por tanto, una historia que podría ser real, pero que sin duda es ideal. La novela narra la historia de un joven seminarista que se enamora de una hermosa viuda a la que además, para colmo de enredos, pretende su padre.
Como muchas otras, la novela finge el pretexto de ser un manuscrito que el narrador encontró y que, por lo curioso del caso decide dar a la imprenta. Dividida en tres partes, la primera la componen las cartas que Luis de Vargas, un joven a punto de convertirse en sacerdote, envía a su tío, confesor suyo y deán.
Estas cartas, que en principio dan cuenta de los días que el joven pasa junto a su padre, como despedida antes de tomar los hábitos, pronto empiezan a cantar las alabanzas de Pepita Jiménez. Pepita es una joven viuda de la localidad que, en principio atrae la atención del mozo debido a las atenciones que su padre le profesa. Como Luis cree que la mujer será su madrastra, considera lícito interesarse por ella.
Pero la primavera andaluza, la belleza de Pepita y la juventud de Luis pronto harán que el interés del seminarista comience a ser de índole romántica. Aunque, como suele suceder, él sea el último en comprender sus sentimientos.
Las cartas que dirige a su tío el deán demuestran su falta de conocimiento del mundo. Preservada por los muros del seminario, su vocación jamás ha sido puesta a prueba, lo que le permite mostrar cierta soberbia en la seguridad de que nada le puede hacer flaquear.
Mucho antes de que Luis comprenda que ha caído, ya lo sabe el lector, que asiste al nacimiento de su amor durante excursiones campestres y visitas de cumplido, para luego verle sumirse en una feroz lucha interior. Porque cuando Luis comprende que ama a Pepita, todo aquello en cuanto cree y toda la vida que había imaginado para sí se tambalea.
Distinto es el caso de Pepita, que un narrador desconocido, probablemente el deán, describe en la segunda parte de la novela. Pepita, mucho más experimentada que el bisoño elegido de su corazón, tiene claros sus sentimientos en cuanto conoce a Luis. Y como el lector, sabe que él también la ama antes que él mismo.
Aunque no será ella quien propicie la ocasión, llegado el caso sabe defender ante Luis su amor con una decisión poco habitual en las heroínas decimonónicas, siempre más apocadas y pasivas.
La tercera parte nos presenta a los enamorados ya felizmente casados y explica cómo se arregló el que Luis abandonase su incipiente carrera eclesiástica, y su padre renunciase a la mano de Pepita, a la que aspiraba.
El final feliz, el estilo sosegado y la belleza de los ambientes y situaciones que describe dan a esta novela un cierto aire pastoril. Que el mundo no es así ya lo sabe el lector, pero ojalá lo fuera. Y siempre queda el consuelo de leer obras como Pepita Jiménez para olvidar un rato la prosaica realidad.
Varios son los motivos, Sra. Castro, que me sorprendieron cuando vi aparecer esta reseña en vuestro blog.
El primero, por la obra en sí, que forma parte de mis recuerdos más adolescentes de sexto de Bachillerato, – ¡qué tiempos, madre mía! -. La novela de Juan Valera quedó grabada en mi memoria, está claro, por el nombre de su heroína, el mismo de la profesora de Literatura Española que tuve el placer de disfrutar; pero también me ocurre lo mismo, vaya usted a saber por qué, con Tirso de Molina, el teatro, en genérico, de Lope de Vega o “Campos de Castilla” de Antonio Machado. Quizás en estos últimos tres casos influyeran más las musas, que en esas mañanas andaban enredando por los pupitres, y no el patronímico de mi maestra.
El segundo, por la forma en que adquirí el libro. Paseando a mi perro por un parque del Ensanche barcelonés, me acerqué a uno de los Puntos Verdes, instalados por el ayuntamiento, para la recogida de residuos que no pueden depositarse en los contenedores de la calle. En ellos hay también unas pequeñas estanterías, – nimias, esa es la verdad -, donde la gente se deshace de libros que estorban, – cosa impensable para mi sesera, pero así es -. Creo que en los actuales tiempos modernos, la práctica de este, para mí, escarnio intelectual se maquilla con el término anglosajón de “croossbooking”, aunque en otros lugares se recurre a actuaciones más expeditivas y menos recomendables, ver siguiente enlace:
http://www.elperiodico.com/es/noticias/sociedad/avinyonet-puigventos-tira-contenedor-libros-biblioteca-4947394
El caso es que allí estaba mi “Pepita Jiménez”, un casi incunable editado por Losada en 1969, en décima edición, con sus páginas amarillentas y su protector plástico de cubiertas. El propietario, a buen seguro, debió pertenecer a mi generación, la que obligatoriamente debía forrar con mimo los libros de texto al inicio de cada curso anual. Causa sonrisa la biografía guasona que en Argentina le dedican a Juan Valera:
“Andaluz, nació en un pueblo de la provincia cordobesa en 1824. Hijo de familia ilustre, más abundante en pergaminos que doblones, hubo de buscar caminos que permitieran llevar la vida con el atuendo de su clase”.
No cabe duda que las licencias poéticas empleadas al glosar los orígenes del escritor egabrense no desentonan lo más mínimo de la bella prosa con la que Valera describe, en esta pequeña novelita, las andanzas amorosas del cándido D. Luis de Vargas.
Todo lo dicho ocurrió hace ya algo más de un año y, por tu “ars longa, vita brevis” o por olvido impremeditado, no he venido a toparme con “Pepita Jiménez” hasta hace bien poco.
La novela despierta disfrute y sugiere sonrisas por un igual. El disfrute proviene del estilo de Valera, elegante y cuidado, aunque a veces en exceso. Es este empeño por embellecer una historia, que en manos de otras plumas hubiera desencadenado turbulentas luchas de conciencia entre la vocación y el deseo, lo que resta sustancia a la trama hasta convertirla en una especie de Arcadia feliz en la que asistimos a los dulces afectos de dos de sus pastorcillos, Luis de Vargas y Pepita Jiménez. Porque lo que todos, Sr. Deán y lectores al unísono, sabemos es que tanto súbito amor por las estrellas, las huertas, arroyos y acequias de la campiña andaluza no anuncia nada bueno para el sosiego del alma, cuanto más al enterarnos de los arranques procaces de uno de los protagonistas por la equitación y el juego del tresillo, – el otro se entretiene, mientras tanto, con paciencia, en tejer la tela de araña involuntaria y premeditada, que las dos cosas, aunque contradictorias, se dan con frecuencia en asuntos amorosos, donde irremediablemente caerá su presa -. Esa ingenuidad pueril es la que acaba por despertar las sonrisas antes anunciadas.
Pero si despegamos por un momento los pies del fango de la tierra hasta elevarnos a las etéreas regiones celestiales, morada habitual del amor y los enamorados, las lágrimas, arrebatos y melindres de los protagonistas conseguirán hacernos pasar momentos de agradable lectura. Yo lo he intentado y conseguido gracias al vehículo vehículo perfecto de la prosa florida, hermosa y alambicada de Juan Valera. Cosa de poca broma.
Hasta los latinajos que abren y cierran el libro me han parecido perfectos:
“Nescit labi virtus”
“Nec sine te quidquam días in luminis oras / Exoritur, neque fit laetum, neque amabile quidquam”
Y quien tenga curiosidad al respecto que eche mano del olvidado diccionario de latín o de la socorrida herramienta de internet.
Cordiales saludos a los seguidores de solodelibros
Así es, Miguel, un libro de una candidez hoy casi increíble, pero compensada por una prosa deliciosa.
Saludos.
BUENO PUES NO SE PUEDE NEGAR NADA DE ESTE ESCRITOR MAS QUE NOVELISTA Y NOTABLE LATINISTA .
jorge López Zegarra