En 1950 publicó la narradora y poeta argentina Norah Lange Personas en la sala. La idea central de la narración es bastante particular y evoca esa literatura de tintes fantásticos de la que Julio Cortázar fue maestro. Un hecho o realidad en apariencia banal se convierte de pronto en trascendente y capaz de trastocar el mundo entero, solo en virtud de la importancia que le concede un personaje que es narrador, observador y protagonista.
En Personas en la sala una muchacha descubre una noche de tormenta el universo que se abre a través de la ventana iluminada de la casa de enfrente. Tres rostros se asoman a esa ventana, tres rostros de tres mujeres a las que, a partir de ese momento, la joven no dejará de observar; llegando incluso a trabar una superficial amistad que le permitirá formar parte de esa sala iluminada.
Puede decirse que esta breve novela es la historia de una obsesión. Una obsesión vivida con el fervor que tal vez solo puede darse en la primera juventud. La narradora, de la que desconocemos el nombre, oculta a su familia tanto su afán por espiar la casa vecina como la relación que traba con sus moradoras; convierte su afición en un secreto que la transforma, como si de un amor oculto se tratase.
Sin embargo, a pesar de un planteamiento que a priori resulta atractivo, la novela acaba por convertirse en un gran globo henchido de nada. O peor, henchido de palabras. Porque lo cierto es que en la novela no sucede nada: la joven observa a sus tres vecinas que se limitan a sentarse estáticamente en su salón. Incluso cuando entabla una relación con ellas, esta se desarrolla de una manera pasiva. Y si en algunos (escasos) momentos puede parecer que algo va a suceder, pronto ese pequeño esbozo de acción se resuelve en nada.
Lo que sí hay, como queda dicho, es una acumulación de palabras. Frases y frases que sin embargo no acaban de definir, de contar, de transmitir. Vagas alusiones nostálgicas, conjeturas del pasado y el futuro de las tres vecinas, ambiguas impresiones, deseos imprecisos que parecen querer ocultar la ausencia de una verdadera historia capaz de interesar al lector.
Éste aguarda un giro inesperado, un descubrimiento iluminador, una vuelta de tuerca. Pero espera en vano. En ningún momento se alcanza a comprender el interés de la muchacha por tres vecinas que se limitan a sentarse en su sala sin apenas moverse o conversar. Las conjeturas que teje en torno a ellas son demasiado imprecisas y no se explica porqué, si la joven siente tal interés por las moradoras de la casa de enfrente, si la obsesionan hasta tal punto, no se atreva a indagar de verdad sobre sus orígenes, su pasado, su vida toda.
Para concluir, el final de la novela se cierra de una manera previsible. Detalle que no viene a empañar la liberación por haber concluido una historia que solo llega a causar perplejidad.