«La guerra comenzó en medio de un gran desorden.» Así empieza esta breve novela de Jean Cocteau, novela de gran sencillez pero también fuertemente evocadora, basada en parte en sus experiencias como conductor de ambulancias de la Cruz Roja durante la I Guerra Mundial.
«Thomas el impostor» relata la historia de Madame de Bormes, una aristócrata que gusta de ser original, por lo que durante la guerra decide permanecer en París y dedicarse a atender a los heridos evacuados del frente. Su intuición le indica que no va a encontrar mejor ocasión que esa guerra para vivir como siempre ha deseado: derribando convencionalismo, sorprendiendo a los demás, rodeándose de gente brillante, valiente y abnegada; y sobre todo, siendo ella misma alguien valiente, admirado, capaz de seducir a cualquier oponente que en sus actividades pudiera encontrar. Madame de Bormes elige un papel para desarrollar en esos tiempos revueltos y está dispuesta a interpretarlo a cualquier precio. Y en el fragor del París en guerra, Madame de Bormes encuentra a la horma de su zapato en el joven Guillaume Thomas de Fontenoy quien, como ella, necesita vivir con más intensidad, necesita igualmente convertirse en un personaje distinto del humilde y poco brillante que en realidad le ha tocado en suerte.
Guillaume Thomas es un muchacho de Fontenoy a quien toman por el sobrino del general de Fontenoy, error que el joven no se toma la molestia en desmentir. Adivinando en él a un ser gemelo y tomándole por uno de esos seres originales de los que gusta de rodearse, Madame de Bormes lo toma bajo su protección al tiempo que lo utiliza para sus fines. Pues gracias a su supuesto parentesco con el general, al joven se le abren todas las puertas para realizar el proyecto de su protectora: organizar un convoy que vaya al frente a prestar auxilio a los heridos en combate. A Madame de Bormes, París y el modesto escenario del hospital donde ella actúa de intendente, enfermera y proveedora, se le ha quedado pequeño. Los focos iluminan ahora la escena del frente, y hay que ir allí si se desea figurar. Guillaume Thomas es la llave para dirigirse hacia allí.
Pero ninguno de nuestros protagonistas actúa movido por sentimientos innobles. No les mueve ni la avaricia ni el morbo, pues ese anhelo de interpretar a un personaje sublime es algo que ellos mismos no podrían reconocer ni en su fuero interno. Ese rasgo de su personalidad megalómana únicamente es conocido por el autor, que lo usa como original hilo conductor de la historia. Sólo el autor conoce ese sentimiento oculto y narra al lector los hechos que por su causa se desencadenan.
Y en ese sentido, la guerra en esta historia no es más que un fastuoso decorado que adorna el escenario donde Madame de Bormes y Guillaume Thomas viven el sueño de ser, no ellos mismos, sino quien han decidido ser: personajes a la altura de las circunstancias en un momento histórico único. De este modo, y a pesar de la dureza de la narración cuando habla de los soldados mutilados, de sus gritos en la agonía, del olor repugnante de las tiendas de campaña utilizadas como hospitales improvisados donde los heridos son hacinados pero rara vez atendidos; a pesar de esa crudeza, la guerra es descrita con un lirismo y una belleza que levantaron ampollas cuando la novela se publicó en 1923, con los horrores vividos aún frescos en la memoria. Pero es que la novela no pretende describir los horrores de la contienda, si no que sirve únicamente de tramoya para la historia de dos seres que desearon ser excepcionales. Así los obuses forman un encaje sobre sus cabezas, las trincheras un laberinto mágico, los fogonazos de los cañones una luz maravillosa que acompaña sus expediciones.
Sin embargo, nadie puede proponerse interpretar voluntariamente un drama y pretender salir ileso de él. Así, tanto Guillaume como Madame de Bormes pagan la osadía de salir a escena, aunque cada uno de distinta manera y según el papel que han adoptado. Pero eso sí, ambos se retiran de la misma satisfechos de haber llevado la interpretación hasta el final.
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