Los relatos de Eloy Tizón son diferentes: inquietan, conmueven o emocionan; incluso a veces producen perplejidad; ya comenté cuando hablamos de «Parpadeos» que la mirada de Tizón era distinta, sutil e ingeniosa, y todos esos rasgos se acentúan en éste su primer libro de cuentos. No creo que sea posible salir indiferente de la lectura de «Velocidad de los jardines», porque su autor consigue, casi con cada pieza, tocar alguna de esas legendarias fibras sensibles que todos atesoramos en nuestro interior.
Quizá el mejor ejemplo de ello sea el cuento que da título al libro y que lo cierra: un bellísimo, bellísimo canto a la juventud perdida, a la insustancial perseverancia en detalles absurdos, a la velocidad de unos momentos que tienen tanto de intrascendente como de mágico. Los relatos de Tizón siempre tienen algo de poema en prosa, prestando una atención primorosa por los detalles y por las palabras precisas y sorprendentes, pero en esta pieza esa precisión llega al extremo: cada palabra es evocadora, cada fragmento recrea sensaciones, cada párrafo trae de vuelta recuerdos. El autor juega con la pujanza sin límites de una adolescencia vivida en cada inspiración, que no conoce trabas y que todo lo puede antes de caer «en el sinsentido de la madurez, en el futuro». Siempre es difícil traducir en palabras las emociones que suscita en nuestro interior una narración, pero es aún más complicado en el caso de estos cuentos, que apuntan a nuestra sensibilidad más íntima y, quizá por ello, más universal, más humana.
Esta sensación es más intensa en algunos cuentos. ‘La vida intermitente’, por ejemplo, comparte con ‘Velocidad de los jardines’ el tema de la adolescencia: una joven pareja hace frente, sin saberlo, al fin de su idilio juvenil, apenas reparando en la fugacidad de unos momentos cuya intensidad proviene de la ilusión que ellos mismos les imprimen, y no de su materialidad real. La fina ironía que se trasluce en cada línea es dolorosa, nos arrastra hacia esos momentos de nuestras vidas en los que nuestra imaginación era la herramienta más poderosa, en los que la esperanza y la confianza eran suficientes para desentrañar la complejidad de una realidad que parecía sencilla y acogedora:
Los autobuses eran estupendos, los círculos de café con leche en los mostradores eran sociables y el locutor de Radio Hora era notable, verdaderamente notable. Estatuas de caudillos muertos vigilaban la prosperidad de los parques. El mundo parecía recién lavado, el mundo se inflamaba como un pájaro con fiebre, y la vida estaba llena de pequeñas cosas fascinantes. Los ojos de Sonia eran grises o verdes o pardos, y hacía un buen uso de ellos. Las tardes eran apropiadas para besarse y los libros para ser adultos y sensatos.
En los relatos de Eloy Tizón siempre está presente el sueño, la imaginación, la necesidad de inventar algo para explicar un mundo inconcebible (por cruel, por injusto o, simplemente, por incomprensible). Así ocurre en ‘Los viajes de Anatalia’ o en ‘En cualquier lugar del atlas’: en ambos, de una u otra manera (y bajo situaciones muy distintas), los protagonistas crean otra realidad, improvisan un sitio que se ajusta a sus deseos o a sus sueños. A veces, esa necesidad es fruto de una búsqueda, como sucede en el segundo de los relatos mencionados: la búsqueda de algo concreto (una mujer), pero también de otra cosa, de un algo más que sabemos que está ahí, agazapado en algún lugar, pero que no se muestra.
Quizá por ese motivo estos cuentos son tan íntimos, tan próximos; de alguna manera, apuntan a esa querencia nuestra, universal, por lo inalcanzable, por lo intangible. Puede que no sepamos qué es eso que anhelamos; de hecho, suele ser lo más corriente. Sin embargo, Tizón nos muestra la imperiosa necesidad de perseguirlo, nos sitúa ante la parte de nosotros mismos que fantasea, que sueña, que idealiza, que desea y que ama. Sin matices, sin dudas y sin recompensas.
Los relatos de «Velocidad de los jardines» son, por todo ello, un conjunto de preguntas sin respuesta. Es posible que no entendamos de una forma intelectiva lo que el autor nos pone ante los ojos, pero habrá una partícula interior que sí estará atenta, que reaccionará a las palabras que leamos. Sólo por experimentar esa reacción y sentir el pálpito inexplicable de la belleza merece la pena aventurarse en este libro.
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«Velocidad de los jardines» es un libro palpitante, un auténtico libro de «autor», eso mismo que en otros casos suele decirse a menudo, y casi siempre sin razón.
Que bueno es este libro. Uno de los mejores libros de cuentos que he leído.