El discurso vacío – Mario Levrero

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El discurso vacío - Mario LevreroUno llega a los libros de muy diferentes maneras: las más de las veces, unas lecturas arrastran hacia otras; en algunas ocasiones se hace caso de las reseñas o las contraportadas; en otras (menos), de las recomendaciones. Un buen amigo me recomendó «El discurso vacío» (no así otros libros de Levrero) y, confiando en su criterio, me embarqué en su lectura.

Hay algo que debo admitir, y es que, si bien el libro no ha resultado tan impresionante como esperaba, deja un muy buen sabor de boca por dos motivos: el primero, porque es una obra honesta y directa; el segundo, porque es humana y visceral. Que sea honesta puede parecer poca cosa, pero se agradece que Mario Levrero se haya desnudado para escribir un libro que oscila entre el diario personal y la autoficción; obviamente, el «personaje» Levrero no se corresponde con el autor real (o, al menos, eso supongo; si alguien sabe a ciencia cierta que no es así, se agradecen aclaraciones), pero escribe desde su punto de vista y hace que el lector se sumerja en los hechos con una confianza que pocas veces se alcanza si no es gracias al uso de esa primera persona tan cercana.

¿Qué se cuenta en «El discurso vacío»? Pues casi nada, en realidad, como el propio título sugiere desde antes de abrir el libro. Hay un párrafo —con bellas resonancias de Jorge Manrique— que define bastante bien el espíritu de la obra y que encierra algunos de los secretos que el escritor utiliza para desgranar su historia:

La gente incluso suele decirme: «Ahí tiene un argumento para una de sus novelas», como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones.

Son palabra inmejorables para definir la tensión interna de «El discurso vacío». La excusa que pone en marcha la trama es la realización de unos ejercicios caligráficos que el autor practica con el fin de provocar un cambio a nivel psíquico mediante la modificación de la conducta (es decir, el cambio de su caligrafía); ese entrenamiento servirá para que Levrero —o el trasunto de Levrero— se desnude y nos muestre su más íntimo lado, su faceta más personal y humana, que en ocasiones es egoísta, déspota o, directamente, cruel. Es decir: hablando de su propia experiencia, el autor nos habla de las experiencias de todos; gracias a su peripecia privada (y hecha pública merced a la escritura), todos aprendemos algo más acerca de nosotros mismos, siquiera que el ser humano es frágil y está sujeto a todo tipo de emociones, nobles o no.

Porque cuando decía que la obra me había parecido honesta y humana lo hacía pensando en la desnudez con que Levrero se ofrece a ojos del lector; sin tapujos, sin miedos. Y ojo, no es que sea un diario personal en el sentido más íntimo de la palabra: el escritor no profundiza en temas privados, sino que sus palabras traslucen la sinceridad con la que afronta la historia (los ejercicios que se marca día tras día), la implicación de la persona en el proceso de autoconocimiento en el que se embarca.

Si bien esa honestidad narrativa es agradable —el pacto tácito de entendimiento entre el autor y el lector se logra a las pocas páginas—, no es menos cierto que la reiteración casi obsesiva de los pormenores psicológicos del narrador termina por resultar aburrida. Parece evidente que el escritor utiliza esa recursividad ex profeso, pretendiendo crear una imagen de sí mismo (del «personaje» Levrero) neurótica, cínica y temperamental; no obstante, es también la excesiva reiteración de temas y recursos lo que hace que «El discurso vacío» se deshinche hacia sus últimas páginas, malogrando una historia que bulle con una vida muy poco común en literatura. Da la impresión de que la obra encaja en un todo (que bien pudiera ser el corpus literario del autor) que el lector desconoce, y en el que tiene una significación mucho más profunda que, por sí sola, es casi imposible de captar.

Como excepción en una mar de tramas idénticas y estilos repetitivos, «El discurso vacío» es una estupenda opción. Tratar de ir más allá es, quizá, apostar muy fuerte con unas cartas mediocres en la mano.

3 COMENTARIOS

  1. No he leído este texto, pero al leer esta nota del Sr. Molina destacando tanto defectos como virtudes de «El discurso vacío», no pude evitar sentir que lo referido aplica en un 85% a otro texto de Levrero que sí he leído, «La novela luminosa». Esta última es la novela póstuma del narrador y ha encontrado una receptivdad asombrosa de parte de la crítica oficial y dentro del submundo intelectual que suele hacerse eco de autores desaparecidos recientemente (por lo menos así funciona en Uruguay).
    Al leer la nota de Sr. Molina confirmo un temor que ya me había sido sugerido: el estilo (o más bien los recursos) de Levrero parece ser transversal a toda su obra. En caso de confirmar la hipótesis, pues creo que Levrero no encarna más que su propia personalidad enfermiza (de la cual es ampliamente consciente y explota, volviéndola así su virtud) valiéndose siempre de la sinceridad y de la complicidad generada con el lector para poder sacarla de sí como un modo terapéutico. El valor de Levrero parece ser más bien la capacidad de hacer ameno la narración de su psicología personal turbadora e íntima, haciéndola accesible al lector aún tratándose de viviencias extrañas a su experiencia personal.
    Saludos y reitero el placer de ahondar en estos lares.

  2. La idea de que se trata de una novela de episodio, que se inscribiría en una obra más cargada de sentido es una tentación, pero creo que se trata de una narración que segmenta un periodo pleno de ADN. Todos querríamos saber si merece la pena saber algo más de las personas y animales que se dan cita, y algo menos de las reiteradas obsesiones que con aparente torpeza se narran o se caligrafían. El caso es que en esta novela las cosas son como son: vacías, o han sido vaciadas. La escritura es un ejercicio mental, una terapia enferma. Un modo enteramente libre de retrasar las violencias. Hay algo en el discurso vacío que nos pone frente al otro vacío, el propio de no hacer pie.
    un saludo y un recuerdo afectuoso Sr. Molina,

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