Pierre Lévy elaboró en 1997 un informe para el Consejo de Europa acerca de las implicaciones culturales de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación digitales. Obviamente, algunas de las técnicas y dispositivos a los que hace referencia han quedado obsoletos en apenas diez años; no obstante, algunas de las ideas que el filósofo esgrime en este estudio son tan válidas como entonces, si no más: ello debido al auge que la cibercultura (nombre con el que Lévy designa al movimiento social y cultural que surge con la emergencia del ciberespacio) ha experimentado desde que el acceso a Internet ha empezado a ser común, al menos en los países desarrollados.
El autor divide el libro en tres apartados bien diferenciados: ‘Definiciones’, en el que trata de acotar y delimitar el campo del que va a hablar; ‘Propuestas’, el que desarrolla sus tesis; y ‘Problemas’, en el que intenta hacer frente a algunos obstáculos que se plantean al crecimiento de la sociedad digital. Lo más interesante del libro, como es de esperar, se encuentra en la segunda parte, ‘Propuestas’, ya que es en ella en la que el autor teoriza sobre la nueva cultura digital y trata de abordarla de una manera abierta, inteligente y profunda.
Aunque en ese apartado hay muchos puntos que merecerían la pena ser mencionados, hay uno en concreto en el que a uno le gustaría detenerse. Lévy habla sobre uno de los problemas que se le achacan a Internet (que vale como ejemplo perfecto del desarrollo de la nueva sociedad digital): el afán totalizador que provoca el acceso a un caudal de información tan vasto como inmanejable. Tomando como analogía los clásicos medios de comunicación de masas —en especial la televisión—, nos muestra cómo los canales clásicos han conseguido imponer un mensaje único (emitido o promovido por una serie de poderes) a una gran mayoría de receptores (televidentes, en este caso) pasivos, que son, de este modo, unificados en una totalidad globalizadora que unifica criterios en razón de los intereses de unos pocos.
Internet sería, siempre en palabras de Lévy, un «universal sin totalidad»: es decir, un sistema cuasi-social en el que tiene cabida todo tipo de conocimiento, pero que no se impone bajo ningún criterio. El ciberespacio nos ha devuelto a un contexto previo a la escritura (valga el símil que utiliza el autor, aun cuando sea precisamente ahora uno de los momentos en la historia de la Humanidad en los que más se escribe), sin mediación autorial entre la obra —el conocimiento— y el público —que desea conocer—. De hecho, cuanto más universal se vuelve ese medio, cuantas más aportaciones heterogéneas recibe (más información, en suma), menos totalizador resulta, ya que es imposible circunscribir las áreas de debate o conocimiento a un campo concreto; frente a los medios tradicionales, que acotan la información y la parcelan, tratando así de restringir los datos, el ciberespacio es cada vez más abierto, más libre y queda lejos de la constreñida forma de enfocar la realidad de la televisión, por ejemplo.
Ese universal que representa la cibercultura propicia la creación de una «inteligencia colectiva»: una comunidad de usuarios que no solamente se dedican a recopilar información, sino que construyen, crean, comparten, opinan, debaten, sugieren… formando así el universo cibercultural que hoy por hoy conocemos. Obviamente, el funcionamiento ideal de este sistema —con afán colaborativo y no especulativo— queda lejos de la realidad, pero Lévy insiste en el hecho de que la sociedad digital, con sus más y sus menos, es emprendedora y armoniosa. El movimiento social que la hizo surgir y que ha ido creciendo paulatinamente con ella la ha convertido en una sociedad que tiende hacia una igualdad nunca antes soñada, una sociedad más participativa, informada y colaborativa.
Como cualquiera puede ver, las tesis del autor son optimistas; también hay que tener en cuenta que el texto fue redactado hace diez años (una auténtica eternidad cuando hablamos de avances tecnológicos), cuando Internet aún no era considerado un nicho comercial apetecible por las grandes empresas, cuando los grupos de debate y los foros proliferaban y la red era entendida como una herramienta y no tanto como un pasatiempo. Ahora el tiempo da la razón a Lévy en algunos aspectos y se la quita en bastantes otros. No obstante, «Cibercultura» es un estudio bien estructurado, bien documentado y que aporta algunos puntos interesantes a la visión que podamos tener sobre el mundo digital.
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