El filósofo ignorante, aun cuando contenga pasajes de profunda raigambre reflexiva, no es un tratado de filosofía al uso. Voltaire utiliza sus (vastos) conocimientos para satirizar los ensayos filosóficos y para probar que es inútil abordar cuestiones que no tienen una aplicación práctica en la vida cotidiana: «Para un animal tan endeble como el hombre», afirma, «es hermoso haberse elevado al conocimiento del amo de la naturaleza; pero esto no me servirá más que la ciencia del álgebra si no saco de ello alguna regla par la conducta de mi vida.»
Así pues, lo que el ilustrado francés busca con este breve ensayo es encontrar la guía de la razón para dirigir su existencia. Lejos de enquistarse en una posición concreta, Voltaire hace del diálogo (y también de la duda y de la controversia) un elemento conciliador, que permite a los hombre hallar la verdad; al menos, una verdad personal que les permita vivir de forma más libre, más crítica y más social. Es por ello que las grandes cuestiones de la filosofía no le interesan, ni alcanzar una certeza absoluta sobre todas las cosas: lo que pretende es hacer del día a día un trabajo menos costoso y más próspero, tanto para uno mismo como para los demás. En la Cuestión XXIV así lo expone: «…ningún filósofo ha influido ni siquiera en las costumbres de la calle en que vivía. ¿Por qué? Porque los hombres se rigen por la costumbre y no por la metafísica.»
Pero, sobre todo, Voltaire arremete contra la intransigencia y la sinrazón. A pesar de que a lo largo del opúsculo disiente de muchos pensadores, tanto contemporáneos como antiguos, el francés mantiene una actitud abierta ante las ideas de los demás: o bien se aprovecha de ellas para construir sus propias tesis, o bien las utiliza como ejemplo para elaborar una refutación; pero jamás se permite atacar de manera furibunda a alguien sólo por mantener conceptos diferentes. Especial hincapié hace en las disputas teológicas que tanto se prodigaban en su tiempo: las últimas cuestiones del ensayo se dedican casi por entero a desacreditar la persecución de ideas que la Iglesia mantenía desde hacía décadas, y que llevó a numerosos pensadores a enfrentarse a diversas condenas. «Los romanos nunca fueron tan absurdos como para imaginar que pudiera perseguirse a un hombre porque creía en lo vacío o en lo lleno, […] porque explicaba en un sentido un pasaje de un autor que otro entendía en un sentido contrario», dice Voltaire añorando los modos de la antigüedad. Y es que en el respeto que los griegos y los romanos profesaban por las opiniones diversas y la pluralidad de criterios ve el autor francés un ejemplo a tener muy en cuenta: «Cosa admirable en la Antigüedad», dice, «es que la teogonía no haya turbado nunca la paz de las naciones.»
La conclusión es clara: el monstruo de la intransigencia que ha resurgido (si acaso alguna vez fue derrotado) debe ser enfrentado con la razón y la verdad. De ahí que las grandes preguntas de la filosofía pasen a un plano secundario cuando de lo que se trata es de alcanzar una vida plena y ponderada. «Todo el que busque la verdad correrá el riesgo de ser persguido», dice Voltaire al final de la obra, dando a entender así que lo que realmente tiene importancia es la claridad de pensamiento, el apego por la razón. Su autodeclarada ignorancia, si es que es tal, sólo se aplica a lo supremo, a lo ignoto; cuando se trata de apelar a nuestros sentimientos más accesibles, el francés es el más sabio entre los hombres. Sólo tienen que leer este librito para saberlo.
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