La marcha Radetzky puede leerse, sin duda, como una novela histórica al uso: una historia sobre los últimos años del antaño magnífico Imperio austrohúngaro en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. Pero quedarse con esa lectura podría impedirnos degustar el exquisito retrato que Joseph Roth hizo de las relaciones familiares, del orgullo personal y del sentido de la responsabilidad. Un retro crudo, por momentos doloroso, que ponen en escena un padre y un hijo cuyas vicisitudes pondrán de manifiesto cómo se pudren sus propias vidas al tiempo que su patria se desintegra.
Carl Joseph Trotta es el nieto de un soldado que salvó la vida (casi por accidente) del emperador Francisco José durante la batalla de Solferino. Su padre se ha convertido en un funcionario por decisión familiar, pero pretende que su hijo perpetúe esa heroica tradición sirviendo como militar, así que toda su educación le encamina a ello. El muchacho entra a servir en un regimiento de caballería sin siquiera montar bien a caballo, pero pronto se da cuenta de que ése nos su lugar. La relación fría con su padre, escrupuloso cumplidor de cualesquiera normas que se le pongan por delante; con sus compañeros, a los cuales solo parece provocarles desgracias y penas; y consigo mismo, perpetuamente atormentado por sus acciones e inacciones; todas estas cosas marcarán un destino que no por intuido deja de cernirse como un fatídico veredicto a una existencia que se desvanece.
Roth entrelaza de manera magistral el declive de toda una nación —encarnada en la figura de un Francisco José olvidadizo y renqueante— con la de la propia familia Trotta. El cambio de siglo trae consigo una decadencia irreversible que afecta a todos los personajes, pero especialmente al padre, Franz, cuya rectitud moral para con su patria y su familia se ve resquebrajada por las circunstancias internas y externas. En las bellas palabras del autor:
Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente.
Los Trotta soportan el peso de una herencia fruto de un accidente, lo cual moldea su visión del mundo de maneras diferentes; si para Franz, el padre, ese legado es constitutivo de orgullo, para su hijo Carl Joseph solo es un lastre moral al que se enfrenta a cada paso de su dubitativa carrera militar. Sus devaneos amorosos, siempre frustrantes, o su cada vez mayor angustia vital, son la consecuencia de una leyenda (fruto de un incidente fortuito) que arrastra como una losa. Para ambos la agonía del Imperio supondrá el fin; en el caso del mayor, consecuencia directa de la falta de guía moral que suponía la figura del emperador; en el caso del joven, solo podrá poner término a su tormento con la propia muerte.
La marcha Radetzky es un libro de matices bellos e inabarcables. Joseph Roth aprovecha esa historia familiar para introducir todo tipo de consideraciones: sobre las relaciones, las jerarquías sociales, la rectitud moral, la piedad, el amor, la amistad, el patriotismo o la lealtad. Aunque se pueda leer como una novela histórica sin más, el subtexto es jugoso y fructífero, de manera que da lugar a más de una lectura (en todos los sentidos). Es, sin duda, una obra de potencial mayúsculo, que no ha perdido vigor en casi un siglo y cuya nostalgia no hace sino descubrirnos el sinfín de dobleces del alma humana.
Más de Joseph Roth:
En lo concerniente a “La marcha Radetzky”, quisiera añadir que también en este caso “habent sua fata libelli” (1). A ese libro le adjudicó el destino el oprobio de ser el último que, ciertamente no el mismo Führer, sino otro Adolf – también austríaco, aunque no tan puro – leyera antes de ser ahorcado. Adolf Eichmann expresó uno días antes de su fin el deseo de leer dos libros: “La defección de los Países Bajos” de Schiller y – “horribile dictu” (2) – también “La marcha Radetzky” de Josep Roth. Esa paradójica noticia llegó a mí, después de que sus cenizas se hubieran esparcido, espero que en una adecuadamente impura letrina, justamente aquí en Nueva York, leída en un periódico yiddish
(1) “Corren libelos sobre su destino”
(2) “Anécdota horrible”
“Huída y fin de Joseph Roth”, de Soma Morgestern
En febrero de 1933, Roth escribió a Stefan Zweig una carta que pone bien de manifiesto que no albergaba falsas esperanzas: “Entretanto le habrá quedado a usted claro que vamos camino de grandes catástrofes, Con independencia de las de carácter privado – nuestra existencia literaria y material está ya aniquilada -, todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas. La barbarie ha conseguido gobernar. No se haga ilusiones. El infierno gobierna”
«Tumbas de poetas y pensadores», de Cees Nooteboom
Joseph Roth murió el 29 de mayo de 1939, poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Sus restos descansan en el cementerio parisino de Thiais.
Stefan Zweig se suicidó, junto con su mujer, el 22 de febrero de 1942 en la ciudad brasileña de Petrópolis.
Un fuerte abrazo, Sr. Molina