Tiempos difíciles – Charles Dickens

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Puede que Tiempos difíciles sea la novela más comprometida de Charles Dickens; algo reseñable habida cuenta de que es un escritor al que no se puede acusar de no reflejar con minuciosidad y penetración la sociedad de su tiempo. En esta novela, sin embargo, esa actitud crítica y que tan pocos seguidores parece ostentar hoy día se ve llevada al límite al dedicarse a la observación de un entorno fabril y obrero, elementos que el autor inglés utilizó para mostrar sin piedad las desigualdades sociales que provocó la revolución industrial (y que, por desgracia, aún colean en nuestro tiempo).

Quizá el rasgo menos interesante del libro sea lo marcado del carácter de sus personajes. Es cierto que Dickens suele construir protagonistas que rozan el arquetipo, pero en esta ocasión esa característica bordea en ocasiones el sentimentalismo más ramplón, al retratar, por ejemplo, a patronos sin escrúpulos o a abnegadas empleadas. La mirada del inglés no es imparcial, desde luego, y es lógico que en una historia tejida con estos mimbres se decante por mostrar cierta piedad hacia los caracteres más desfavorecidos; no obstante, algunos pasajes se resienten mucho, y pienso sobre todo en determinados momentos trágicos que rozan el melodrama.

Más allá de este aspecto, Tiempos difíciles es una novela inmensa, con una trama sobrecogedora por lo que de verdad hay en ella (insisto: el paso del tiempo sólo ha hecho que las tesis del libro sean más válidas si cabe) y que, como casi todas las obras de Dickens, engancha desde el mismo comienzo gracias al enorme talento narrativo de su autor. Valga el ejemplo de la descripción inicial de Coketown, lugar donde se desarrolla la historia:

Coketown era una ciudad de ladrillos rojos, o de ladrillos que habrían sido rojos si el humo y las cenizas lo hubieran permitido. […] Coketown contenía varias calles muy grandes, todas muy semejantes unas a otras, y muchas calles pequeñas todavía más parecidas entre sí, habitadas por personas también iguales unas a otras, que entraban y salían todas a las mismas horas, produciendo el mismo ruido sobre las mismas aceras, para hacer el mismo trabajo, y para quienes todos los días eran iguales, sin diferencias entre el ayer y el mañana, y todos los años la repetición de los anteriores y de los siguientes.

Pero lo que causa admiración en este libro es, por encima de todo, el brutal retrato que hace el maestro inglés de la clase dirigente en un momento de la Historia en el que el poder del dinero se impuso definitivamente al sentido común y del trabajo. La figura de Josiah Bounderby, aunque esté dotada con algunos rasgos tópicos, es una de las creaciones más geniales salidas de la pluma de un autor que ha dejado protagonistas inmortales en la historia de la Literatura. La descripción feroz de los empresarios que durante los albores de la industrialización se enriquecieron con el sudor y la sangre de otros hombres es descarnada y, por desgracia, bastante real. Esos prohombres sin escrúpulos son mostrados sin doblez alguno, con sus rasgos más elementales expuestos a los ojos de unos lectores, los de entonces, que quizá aún confiaban en su probidad. Dice Dickens al hablar de Bounderby que estos notables se lamentaban por sus circunstancias «cada vez que no se le dejaba campar por completo a sus anchas y se proponía que se le considerase responsable de las consecuencias de algunos de sus actos». Toda una declaración de principios y una verdad incontestable.

Y es que la desidia y el egoísmo de las clases superiores se muestran con una crudeza sutil, pero inmisericorde. La clase que debería regir los destinos del pueblo y solventar los problemas parece ser, bajo la pluma del autor, una simple caterva de individuos preocupados sólo por su enriquecimiento. «Son ellos los que se tienen que ocupar [de arreglar los problemas]», afirma Stephen Blackpool, el obrero protagonista de la obra, «si no, ¿de qué se encargan?» Esa simple pregunta está llena de malicia y de inteligencia: la inocencia de los empleados, de los pobres, de los menesterosos, es mansa, pero percibe todo lo que ocurre. El hecho de que los desgraciados sean como las gotas del mar (se dice en otro momento) no implica que sus vidas sean tan especiales e importantes como las de cualquier ser humano.

Tiempos difíciles, como decía antes, es una novela colosal, inmensa, que necesita una lectura profunda y que no deja de deparar sorpresas agradables a lo largo de su lectura. Leer a Dickens es imprescindible, pero en este caso esa obligación cobra una importancia suprema. Háganlo ya.

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9 COMENTARIOS

  1. Era tanto el tiempo desde la última vez que leí a Dickens, (una traducción de “Oliver Twist”, editada por “Apostolado de la prensa”, tal como suena), que me habría resultado imposible aventurar cualquier opinión, atinada o no, sobre el autor y su obra. Tal vez por ese motivo, y por el “revival” orquestado últimamente a su alrededor, (me refiero al reciente lanzamiento de “La tienda de antigüedades”, presentada por Nocturna Ediciones, como “Una de las más famosas novelas de Dickens hasta ahora desconocida en España”, promoción de faja que, como siempre, huele a chamusquina), me decidí a hincarle el diente a varios de sus libros: elegí “Tiempos difíciles” como el primero, pero en la recámara se halla, a la espera, “Los papeles póstumos del Club Pickwick”.

    ¿Qué puedo decir tras su lectura? Lo primero, es que me ha quedado la impresión de haber leído a un clásico, al que el paso de los años no le ha sentado muy bien (utilizo como vara de medir la mejor de todas: Dostoievski y Tolstói, coetáneos suyos). El libro valiente y atrevido para su tiempo, denunciar lo peor de la llamada revolución industrial en plena época victoriana, supongo que requería algo más que agallas, adolece de tics muy marcados.

    Uno, queda muy bien apuntado en la reseña, aunque de forma algo mitigada. Sus personajes, no “rozan el arquetipo”, son puro arquetipo, actores rígidos que no conocen matiz alguno, los grises han quedado desterrados por “el blanco o negro”: así, el bueno, lo es a rabiar, el malo (o mejor dicho, Josiah Bounderby) apesta a azufre más que el propio Satanás. Posiblemente ejemplarizar fuera la mejor forma de llegar al público lector de entonces, pero desde luego no parece la más adecuada para cocinar una buena obra maestra (es mi humilde opinión).

    Otro, y aquí Sr. Molina discrepo de sus comentarios, es la trama. Puede ser, y realmente es, por su tema, todo lo sobrecogedora que quiera, pero es igualmente previsible y poco original hasta la exageración, (algo que Ud. ha criticado en numerosas ocasiones desde esta tribuna). Dudar quién es la “misteriosa anciana”, que aparece y desaparece de las calles de Coketown, o quién le ha echado mano a la caja fuerte del banco de Bounderby, es como preguntarse por el color del caballo del santo apóstol Santiago.

    Y en cuanto al enorme talento narrativo de Dickens, hecho incuestionable (la descripción de Coketown es, efectivamente, un buen ejemplo), tiene una puesta en escena demasiado engolada y rimbombante, la que le proporciona un estilo, si se me permite el símil, excesivamente barroco (será que mi gusto literario se halla más cercano a la sencillez – Chéjov, por ejemplo – que al alambicamiento excesivo, por muy ingenioso que éste sea). Muchos de los párrafos de “Tiempos difíciles” requieren de una o más lecturas minuciosas, su enjundia así lo exige, tras lo cual, y con suerte, puedes descubrir perlas de innegable belleza, pero otras muchas veces lo intrincado del discurso te deja perplejo, hasta el extremo de preguntarte si el galimatías en cuestión no obedecerá a un error de traducción. Aún a riesgo de alargarme en mis comentarios, permítame que le transcriba uno de ellos:

    “¿Qué era lo que podía compartir ya con los sueños de la infancia, con sus etéreas fábulas; con todas las cosas elegantes, bellas, benéficas, inverosímiles, de un mundo inaccesible; tan hermosas para creerlas durante un tiempo, para recordar con ternura cuando se han dejado atrás, porque la más pequeña de entre ellas crece en el corazón hasta alcanzar la estatura de la caridad, permitiendo que vinieran a ella los niños pequeños para que, con sus manos puras, mantuvieran un jardín entre los caminos pedregosos de este mundo, un jardín al que más valdría que acudiesen con frecuencia para calentarse al sol, en simplicidad y confianza, todos los hijos de Adán, abandonada la sabiduría humana?”

    Lo dicho, un clásico al que los años han recubierto de óxido, al igual que la filigrana olvidada en el almacén de un anticuario. “Los papeles póstumos del Club Pickwick” me ayudarán a reconsiderar o a reafirmar lo aquí dicho.

    Cordiales saludos a los seguidores de solodelibros

    • ¿Has podido encontrar una versión en línea de tiempos difíciles? Hablo Inglés, pero estoy muy interesado en explorar esta gran obra en español. Busqué en las bibliotecas locales, pero sólo tienen este texto en el idioma original, esta parte de Massachusetts.

      Disculpe mi pobre español … ¿alguien tiene alguna sugerencia?

  2. La leí hace muchos, muchos, muchos años, y aunque en su momento me gustó, después la he ido comparando con otros libros de Dickens, y parece que ha ido perdiendo puntos en mi recuerdo.

    Aunque sí, tenía muchísima razón, y por mucho que cargue las tintas en el personaje del empresario sin escrúpulos, la realidad sigue superando la ficción.

    • Yo me la estoy leyendo en estos momentos, después de Oliver Twist y tras haber leído en un libro de historia un fragmento como descripción de la situación de los obreros durante la primera revolución industrial. No puedo dejar de pensar que, efectivamente, la realidad supera a la ficción. A veces escucho comentarios como «estudiar tal o cual cosa no sirve para nada… ¿para qué vale saber esto otro… No voy a tal huelga porque me descuentan ese día y total, ¿de qué me va a servir? No voy a cambiar el mundo etc». A lo mejor es una paranoia personal, pero creo que leyes y planes de estudios nos están haciendo llegar, de una manera más sutil pero no por ello menos escandalosa, a esa mentalidad utilitarista, todo tiene que ser rentable en términos numéricos, monetarios y al menor plazo posible. Ni qué hablar de la situación de los trabajadores, estamos más lejos de volver a ella, pero cuidado. Mi propio padre cuando le recomiendo esta novela dice ¿Dickens, ese qué sabe si es del 1800? Como si la historia no se repitiera nunca y los escritores viviesen en torres de marfil. En resumen me está pareciendo un libro magnífico para este momento, aunque suene a tópico, yo se lo haría leer a más de uno, tanto de los que están arriba como de los que estamos abajo. ¿Y qué tal el señor Bounderby, cuántos grandes empresarios y creadores se la pasan sin hacer nada por nadie y presumiendo de ser hombres hechos a sí mismos?

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